martes, 1 de febrero de 2011

Del otro lado del tiempo




Ilustración: Tomada de la Internet (artistas cubanos)


“…o quizás ese viento/
que te arranca del aburrimiento/
Y te deja atrapada a una duda/
en mitad de la calle y desnuda”
Joaquín Sabina.

No tuve noción de la existencia del tiempo, de ese espacio que llamamos tiempo hasta hace “un tiempo” relativamente breve. Resulta que antes, ni siquiera reparaba en el paso de los días de la semana. En realidad eran solo dos nombres los que recordaba con agrado: sábado y domingo. Odiaba el lunes, no porque era un día feo, sino porque (quizá el más lindo e iluminado, o el más gris y nostálgico) debía entrar a la escuela. Aunque lo cierto es que al aula solo entraba mi cuerpo: todo lo demás (para no herir a creyentes o materialistas) se evadía en otros espacios, incluso más allá de la Vía Láctea. Por supuesto, para evitar accidentes gravitacionales tomaba (inconscientemente) la estrategia del delfín: una mínima parte de mi cerebro permanecía en vigilia para garantizar las funciones vitales del cuerpo abandonado por mis fugas en el breve espacio del tiempo.
Así que viaje, descubrí mundos e inventé otros. Siempre fui, eso sí, revolucionario consecuente. Nunca perdí mi vocación de guerrillero. Es por eso que mis historias también eran las de personas capaces de entregarse para defender lo justo en cualquier tiempo.
Ocurre, como suele pasar, que olvidé vivir todos los días de la semana. Vivía cada segundo de la vida con una intensidad desesperada, pero no era de mi tiempo, ese tiempo prestado, tiempo simple marcado por relojes y aparatos, tiempo al fin del tiempo y de los tiempos. Es por eso que no tenía noción de su verdadera existencia hasta que la conocí. Hasta que me invitó a conocer a otros de sus amigos y descubrí a Jaime Sabines, por ejemplo y desperté. En realidad desperté en el lugar equivocado, después de amanecerla. Lo hice consciente y sentí frío, por vez primera, me di cuenta que los relojes desgajaban, desesperadamente, fragmentos de tiempo sobre la ciudad, sobre la gente como suele hacerlo la lluvia de invierno.
Uno de esos pedazos se me cruzó en el pecho y se hundió despacio, mirándome fijamente a los ojos, con los ojos de ella. Introduje mi mano, pero no lo encontré, no disponía del tiempo, como le ocurrió al subcomandante Marcos con su dolor de muelas, tampoco pude auxiliarme de Severino, el héroe, convertido ahora en un auto, o mejor, un auto guerrillero que fue nombrado oficial de campo por una mujer de otro tiempo.
Y resulta que pude descubrir que sus senos no eran como los de las poesías, no tenían el color de la fruta en sus puntas, ni el deshiele en sus lados por la primavera. Tampoco lo era su vientre un valle, ni siquiera. Era un vientre de hembra, hermoso, sin palabras, sin tiempo, sin eras. Debajo, indescriptible quimera. Sus piernas brazos, sus brazos piernas. Y, como recuperé la noción de ese tiempo, del tiempo de ella, descubrí sus labios que eran más que labios. Pues esa mujer que alimenta a los colibríes de poetas, mujer cometa, me tendió sus brazos para que duerma en ella y me guardó un reloj para atar el tiempo a mi muñeca y una bufanda para cuidar mi garganta de las noches que hiela. Y:
Resulta que amanece ahora más temprano en mi hemisferio y se oculta el sol más temprano en mi pecho poblado de recuerdos de otros tiempos. Y maldigo a Sabines, lo culpo de sus palabras tan obvias, tan verdaderas, porque no debí escucharlo nunca, cuando besé con su boca, la boca de ella y desperté, en esta orilla del tiempo, tan lejos, sin ella, para contarle mil historias con palabras de lluvia, de otoños y primaveras.


Raúl San Miguel