viernes, 12 de diciembre de 2014

Abracadabra





Raúl San Miguel



“Muéreme sin los recuerdos, (...)
Sin el dolor de los días vividos o muertos”. RSM

La noche parecía un enorme trozo de hielo que se advertía en el contacto gélido con las partes descubiertas de su cuerpo. Se detuvo frente al cajero automático y contempló la pantalla con un pensamiento que le dio vueltas todo el día en una extraña, por conocida, palabra: Abracadabra. Sonrió con un mohín de tristeza y sintió pena por la forma en que sus intestinos murmuraban bajo su escuálido vientre. Detenido allí, parecía como si observara en un escaparate el más exquisito de los manjares. Entonces también percibió el miedo en una racha de viento que se incrustó en su nariz y la barba en una finísima escarcha que le hizo envejecer casi dos siglos. Pero el miedo no venía del hambre, sino de la imposibilidad de dar un paso y evitar que la policía le descubriera los huesos con un disparo sospechoso y desapareciera el resto de su anatomía en algún lugar donde jamás pudieran hallarlo. Peor, pensó, nadie lo buscaría, porque hacía mucho tiempo había dejado de ser ni siquiera importante para alguien. Nada en particular, masculló; incluso se burló de aquel filosófico y hambruno pensamiento justo cuando volvió a irrumpir en su boca la impertinente palabra y ni siquiera  pudo atraparla al verla disparada contra el cajero automático. En la pantalla se inició la secuencia de comprobación numérica de una extraordinaria cuenta y varios billetes, olorosos y nuevos se alinearon uno sobre el otro. ¡Funcionaba!
Llenó todos sus contrahehos bolsillos..., dentro de la camisa…, pegados a la piel y, la palabra mágica volvió a su boca, se escurrió en la garganta y estremeció el tórax, como si fuera un electrochoque. Se alejó con el botín hasta el primer lugar donde, ante la indiferencia de todos, pudo saciar el hambre.
Esa noche durmió feliz y en cama tibia después de pensar qué hacer con la palabra que aun percibía bien resguardada en algún lugar de su laringe por el cosquilleo que le producía. Durmió y despertó más dichoso aún. Dispuesto a resguardar su tesoro, pero antes comprobó que tenía suficiente para varias jornadas de frugal divertimento en alguna fonda o quizá en un restaurante de lujo, salvo…, las ropas. Pero también advirtió que disponía de capital suficiente para colocarse algo limpio y nuevo, así que no lo pensó. Cruzó la avenida, entró a una de las tiendas, luego a la barbería y, realmente, resultaba: su aspecto externo cambió, era el de una persona diferente a la que fuera la noche anterior.
Fue entonces que descubrió el poder absoluto de aquella palabra que le poseía y se decidió volver al cajero automático. Con un par de vueltas en ida y retorno, su capital creció como lo hacen las horas y los años e hizo desaparecer totalmente el semblante del hombre que había sido dos días atrás. Durmió feliz y soñó incluso, con más…
Durante lustros fue totalmente feliz, comía, vestía, dormía y, aunque no hablaba ni conocía a nadie, paseaba en autos lujosos y ni siquiera el tedio de algunos programas de la televisión, ni las peores noticias de la Internet, podían perturbarlo. Solo pensaba o musitaba: Abracadabra y todos los males desaparecían como si jamás hubieran existido, incluso podía hacer compras en el ciberespacio. Así meditaba cuando sintió el golpe abrir una roja brecha en su pecho, para entonces el corazón se había detenido y vio caer la palabra en la escarcha, teñida de rojo, frente al cajero automático indiferente con la pantalla inconmovible,  observando su rostro congelado por el frío de la madrugada.

Óleo de Vicente Bonachea