martes, 13 de enero de 2015

El hombre que mató a Lola





Raúl San Miguel

Ilustración: Samuel 

Foto: Tomada de la Internet (Perfil de C.B)


"... No quiero estar donde estoy de más.
No quiero estar donde no me quieren..." (C.B)




Hace un tiempo comencé a escribir un artículo y, como me ocurre a veces, surgió primero el título, pero se quedó allí, sobre el resto del papel vacío, huérfano del resto de las ideas dibujadas en letras… y debió esperar más: en una larga fila de ideas coladas, incapaces de esperar su turno hasta el punto de mantenerme despierto (en forma impertinente, impenitente y constante) durante toda una madrugada, mientras escribía fragmentos de guiones (28 breves diálogos en tan solo tres horas, no sé si es un récord) para una serie de historietas, también en la cola de dar a luz.
En esos menesteres y en pleno desenfado de la creación, descubrí (valga toda mi ignorancia) la existencia de un escritor llamado Charles Bukowsky, y he reído como hacía tiempo no lloraba. Fue así que se me ocurrió culparlo de la muerte de Lola, la protagonista occisa de una frase utilizada por los cubanos para definir la puntualidad (cosa rara entre mis coterráneos) en las tres de la tarde. “La hora en que mataron a Lola”. Justo en ese horario leí:
 
"¿Ha habido alguna vez algún instante de justicia para los pobres? Toda esa mierda sobre la democracia y las oportunidades con las que los alimentaban eran sólo para evitar que quemaran los palacios. Claro, de vez en cuando había un tipo que salía del vertedero y lo conseguía. Pero por cada uno que lo conseguía había cientos de miles enterrados en los barrios bajos o en la cárcel, o en el manicomio o suicidados o drogados o borrachos. Y muchos más trabajando por un sueldo de miseria, desperdiciando sus vidas por la mera subsistencia. La esclavitud no ha sido abolida, solamente se ha expandido para incluir a nueve décimas partes de la población. En todas partes. Santa Mierda".
Y firmado:
Charles Bukowsky

Sencillamente genial. Lo digo pensando en quienes pretenden hacer valer su verdad como si fuera la luz del sol, mediante esa fatídica tendencia de justificar una pureza, lamentablemente, inexistente cuando millones de seres humanos son víctimas de todas las variantes de violencia inventadas por nuestra especie. Lo digo porque, en estos momentos, se refuerza en la gravedad de los hechos de terrorismo que estremecen el mundo y lo hacen girar en sentido contrario. Para colmo, las tragedias vividas por pueblos enteros (del llamado Tercer Mundo), se multiplican, millones de personas en todo el planeta son marginados, expoliados, expuestos a las guerras, masacrados y asesinados. Segundo a segundo durante años, se evapora la posibilidad de detener el genocidio de nuevas víctimas antes de llegar a convertirse en noticias y cifras en las redacciones de los diarios, o son silenciadas, ninguneadas por quienes controlan el, supongo, Primer mundo… ¿Dónde estoy…? Creo que me perdí en la disertación sobre este Charlot Bukowsky que me hace reír de tanto llorar de tanta verdad en sus textos. No sé si hago bien o mal, pero al menos me hizo bien  el villano que descubrí, en mi bendita ignorancia, justo a la hora en que mataron a Lola. 





Vista aérea




"Pero, entonces, cuando salí de aquel sueño, no podía contar la parte de mi historia porque aún no había despertado lo suficiente (...). ". 
Con este fragmento de mi novela "Ciudades..." comparto, con los argonautas de este blog, este hermoso relato tomado del sitio: Puro cuento y algo más.



(Cuento)

E.Cristian Jardon Meza

Texto y foto de: Puro cuento y algo más


Veía el patio de su casa cada vez más pequeño, con la particularidad de que podía ver detalles. Así como veía claro a su hermano, primero asustado, luego enojado amenazando con molerlo a palos si no regresaba a tiempo antes de que su madre se despertara. Alcanzaba a divisar la vieja gomera con horqueta de lapacho, que creía perdida para siempre. –Si querés una horqueta casi perfecta-le había dicho su padre-tiene que ser de lapacho, son las mejores. Pero hay que trepar, agregaba, no las regala el árbol. Así comenzó a trepar por las engañosas ramas del lapacho, nadie pensaría que ramas tan delgadas sean tan resistentes. Trepaba cada vez más alto, buscando la horqueta perfecta, que cortaba apoyando un pié, bien sujeto al tronco, abrazándolo, y sacrificando una rama entera, pero tenía estrictamente prohibido subir a los árboles con cuchillo, machete, o cualquier elemento que, en caso de caída, se le pudiera ensartar en el cuerpo. Había, seguramente sido orden de su padre, pero a esta altura ya era costumbre. La ‘operación’ continuaba cortando la horqueta, con los tallos delgados de la misma longitud (no tenía un instrumento de medición, pero estaba seguro de lo que hacía), y el tallo más grueso lo suficiente para apoyar firmemente en la palma de la mano. Luego quitar la corteza, tallar un canal donde iría atada la goma, y el secreto familiar: endurecerla a fuego. Eso sí estaba seguro de que había sido cosa del viejo, aunque en esa época nadie le diría viejo a su padre, al de cada uno, se entiende.
Pensando en gomeras y esas cosas se había ido demasiado alto, así que bajó un poco, ignorando los gritos mudos de su hermano, que lo amenazaba desde el piso, y recorrió los patios gemelos. El suyo y el del vecino, el de aspecto serio e impecable, padre de dos chicas bastante mayores que él, con un galpón al fondo. La vista del galponcito le recordó la ‘invasión’ que había perpetrado junto a su hermano mayor y algún otro chico, descubriendo un cajón entero de revistas con fotos de señoras y señores haciendo el amor en diversas poses, con cara de aburridos. Lo impresionó un poco la pelambre, que, dicho sea de paso, le impedía ver lo que le interesaba, pero más lo impresionó el aspecto solemne de las parejas. “Uno pensaba que sería divertido” se dijo “están serios como perros abotonados”, pero claro, teniendo sexo o no, no había visto un perro reírse. Bueno, sí, había visto un par en alguno de los circos pobres que llegaban al pueblo con aspiraciones de ciudad, pero el comentario de alguien (¿hermana, madre?) de que les enseñaban las ‘gracias’ a los cachorros y monitos con descargas eléctricas le quitó diversión al espectáculo. Durante un tiempo se concentró en hacer que se caiga algún equilibrista. Creyó haber conseguido algo, pero no estaba seguro, por la evidente borrachera del tipo ese que se cayó de una cuerda floja no más alta que su cabeza. La del equilibrista. Eso le recordó las tumbas de los perros que se habían muerto, perros que él recordaba vagamente, pero tenía presente cada túmulo en el fondo del patio. Había querido plantar una cruz de palo en una de ellas y los mayores le dijeron que no, pelotudo, que era para no hacer pozos en donde estaba enterrado cada perro, para no chocar con la osamenta, no para enterrarlo como gente. (Seguramente no le habían dicho ‘pelotudo’, eso lo había incorporado él después).
No importa.
¡El fondo! Con cincuenta o más metros, y todo un lateral a la calle, con apenas un muro de un metro, como se estilaba. Las mañanas temprano se iban al fondo, que parecía lejano en esa época. En vacaciones, durante la época de clases para cuando volvían ya estaba barrido y jugaban ahí sin sorpresas. Pero cuando no tenían clases se iban temprano ahí y al baldío del algarrobo gigante, a excitarse-aunque no sabían qué era eso-con los profilácticos amorosamente anudados, como para conservar su contenido. Los levantaban con un palo, aunque tenían prohibido siquiera mirarlos, pero también tenían prohibido robar mandarinas al vecino, cuya quinta se divisaba clara desde esa altura. No era época de mandarinas.
También veía la copa del añoso árbol.
Una vez se habían quedado intrigados con el hallazgo de una bombacha de pintitas rojas en el baldío donde recogían vainas de algarrobo para masticarlas. ¿Quién se olvida algo así? Se decían.
El vecino de enfrente, de su edad pero con costumbres diferentes-en esa casa cada quien hacía lo que se le cantaba, y se acostaba a la hora que quería-les había dicho quién era el que dejaba los ‘trofeos’, un muchacho que siempre veía pasar abrazado a la que seguramente era su novia, llevando la bicicleta al costado ¿sería de ella la prenda con pintitas rojas que habían levantado con un palito, como a los preservativos? Ellos dormían a esa hora, pero este chico les había dicho que hacía sentar a la novia en el murito, en la penumbra que producían los paraísos, lo que lo intrigó: ¿cómo hacían eso que se imaginaba que hacían, con semejante altura? Claro, ellos, la pareja, eran bastante más altos, pero esa deducción le llevó días de pararse frente al muro que le llegaba a la altura de la barbilla y tratar de imitar lo que tampoco sabía como se hacía.
Estaba tratando de ver a las vecinas, que solían salir al patio envueltas en una toalla, cuando sintió el golpe en la cabeza y a su hermano que lo tironeaba hacia adentro.
No era la primera vez que se soñaba volando, así que no lo asombraba. Sí lo asombró su hermano diciendo:
-Boludo, si alguien le cuenta a mami que volás no nos deja salir más de siesta.

Enero 2015