“El soberano pan
observó que no se multiplicó, sobre la mesa, tampoco los peces. Amén (Déjà vu*)”.
(Fragmentos de vida. RSM)
Raúl San Miguel
Foto tomada de la Internet
Como todo ser humano, habitante de este
planeta, conocí la referencia de un extraordinario escritor: Julio Cortázar.
Sin embargo, antes fui atrapado en la vorágine de otro escritor del Sur, José
Eustasio Rivera, el colombiano que escribió la extraordinaria obra, La
Vorágine, publicada
el 25 de noviembre de 1924. Después, y para siempre, encontré la primera
referencia a mi deseo de convertirme en escritor gracias a Horacio
Silvestre Quiroga Forteza, el cuentista, dramaturgo y
poeta uruguayo que nació en Salto, un 31 de diciembre de 1878 y se marchó,
desde Buenos Aires, el 19 de febrero de 1937.
Sin embargo, hace unos días, en el
perfil de Facebook de un amigo (en toda la dimensión de la palabra), Oscar Luis
Ferreiro, encontré una de las mayores referencias a Julio Cortázar, lo digo sin
cortapisas después de haber sido inoculado (mediante un dardo-frase) con ese
virus cortaziano que pudiera ser definido en cronopiovirus latens, y genera una especie
de patología que hace feliz al hombre o la mujer contaminado (por virus semejante)
al ofrecerle la posibilidad de mirar a su interior y descubrirse a sí mismo: desde
las virtudes hasta las miserias, pero sobre todo dejando intacta su capacidad
de pensar y reflexionar en que todo puede ser cambiado para bien, al otorgarle
la condición única al establecerse en su ADN, definitivamente, y comenzar la necesaria metamorfosis que nos permite la transformación en mejores
seres humanos, aún bajo la más terrible de las pérdidas.
Se
trata del texto firmado por Reinaldo Spitaletta _que reactivó el cronopiovirus latens en mi memoria_ y que
traigo a mi blog para compartir con sus tripulantes.
Reinaldo Spitaletta
“Hubo un tiempo en que Cortázar estaba en
todas las mochilas de los universitarios y de una que otra colegiala. Se leía en los buses, con el peligro que, por
la movención, se desprendiera la retina; en las cafeterías de la U; en un prado
bajo los árboles, y resulta que casi todos eran (¿éramos?) cortazarianos: había
derivados de cronopios y de famas, no faltaba el que imitara a Oliveira y
quisiera irse a París a tirar finuras, y alguna muchacha sentía ser la Maga, la
uruguayita Lucía, que ni en el tango. Cortázar por aquí y por allá, su poema y
cuento al Che, sus propagandas de la revolución cubana, su posición a favor de
los sandinistas, sus versos de la gota de agua o los dedicados a Alejandra
Pizarnik, su perseguidor, los parques, sus casas tomadas, que todavía Buenos
Aires no intuía lo que le esperaba, el jazz, Schönberg, Brahms, y, claro, sus
letras de tango, que siempre ponían en la emisora de la Universidad de
Antioquia; todos leían a Julio, al que queríamos tanto, al hombre a quien las
manos nunca dejaron de crecerle, y hasta hablaba con ellas.
Y digo que entonces lo leía la “pequeña burguesía”, porque quién más. Los obreros solo tenían tiempo para la plusvalía, para sudar y “camellar” y viceversa, y de pronto para estar en el bar; y la burguesía, qué va, andaba muy ocupada explotando obreros, pensando en ampliar la panza y la banca, y de ese modo solo quedaba ese sector “privilegiado” que dedicaba lo mejor de sus años mozos a la lectura y, claro, a una que otra tirada de piedra y bombas molotov contra las visitas de indeseables yanquis; a reuniones con trabajadores vanguardistas; al cineclub. Y ahí, en medios de libros de Marx, Engels, Bakunin, Althusser, Mao, de alguno de Malraux y otros de Kafka, sin faltar un Sartre o un Camus, estaba Cortázar que despertaba un sentimiento unánime: el de quererlo más a él que a sus libros. Leyéndolo, uno se metía en el cine, en la música, en la metafísica, en la felina suavidad del gato, en la patafísica, en la cotidianidad con revelaciones extraordinarias. Y bueno, había que leer su teoría del cuento, su nocaut y su metáfora de que la novela gana por puntos, sus discusiones sobre América Latina, vea “usted que uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida…”.
Y le cuento que leer a Cortázar en aquellos días de conmociones sociales, no solo causaba placer y daba aires de “intelectualidad” y tales, sino que era un arma secreta para conquistar peladas. Era sino hablarles de esa historia de amor que es Rayuela y listo; vos eras el cielo y la tierra, el pintor y el escritor, la piedra y la tiza, y entonces retabas a su lectura, porque no hay que ser “lector hembra”, sino uno muy activo, un lector-cómplice, uno que desbaratara la novela que ejercía (ejerce todavía) una fascinación sin resistencia y provocaba admiraciones y gritos, ¡cómo!, y este man cómo hizo para armar una estructura así, y propusiera otros caminos para estar o en París o en Buenos Aires, o en las dos al mismo tiempo. ¡Oh!, “tantas palabras para un mismo desconcierto”. Bueno, digamos, para resumir, que con las muchachas y las lecturas de Cortázar, uno ganaba por decisión unánime. Era una tarea más fácil, porque no requería tener carro, bastaba un modelo para armar. Ni tampoco era condición necesaria el billete ni la pinta de galán; simplemente, leías historias cortazarianas y eso era suficiente. También podías contar que, gracias a tales lecturas, derivaste en otras aguas, como en las de Roberto Arlt, Felisberto Hernández, o empezaste a escuchar el saxo de Parker, el violín-trompeta de Julio De Caro o la voz de Billie Holyday.
Había cortazarianos de verdad. No se perdían palabra suya. Y a veces parecían una creación del escritor al que amaban. Sabían todo de él: sus obras, sus gustos, sus noviazgos, sus matrimonios, su posible homosexualidad, sus viajes, lo que estaba en una página, lo que quedaba en otra. Admirables admiradores. Supe de uno, al que poco conocí, que pudo haber sido el mayor cronopio de los días de la universidad. Estudiaba periodismo y escribía notas en el periódico El Mundo, de Medellín. Se llamaba Diego Medina, una auténtica promesa, según hablaban, de la crónica y, por qué no, de la literatura. Murió en un accidente y en su entierro sus amigos depositaron en la tumba en vez de flores todos los libros de Cortázar. Sin embargo, había otro personaje, no tan cortazariano, pero sí muy parecido al escritor, no solo por sus manos grandes y su estatura, sino porque, como el argentino, padecía el síndrome de Marfán, que afecta los huesos, los tejidos, el corazón y otros órganos, y tiene la particularidad de hacer crecer hasta su muerte a quien lo sufre. Se llamaba John Ospina, un revolucionario que combinaba las lecturas marxistas con las de escritores norteamericanos y un día decidió abandonar la ingeniería para dedicar todo su tiempo a la literatura y el periodismo. En esas descubrió Rayuela y ya no hubo manera de detener su pasión por las obras de Cortázar. El síndrome se lo llevó prematuramente en el mismo año en que murió el “cronopio mayor”.
Ospina, además, la facilidad de hablar de los records de Cochise o de Eddy Merckx como de El dieciocho brumario de Luis Bonaparte o de las alineaciones más célebres del Atlético Nacional. Y en cualquier café podía sentar cátedra sobre Jack London, Pelé o las coperas de viejos bares de Medellín. Cuando descubrió, después de los treinta años, que lo suyo eran la literatura y el periodismo, se encerró a leer novelas, cuentos, manuales de comunicación, enciclopedias de cine, a realizar programas radiales de difusión literaria, y, claro, a seguir proclamando donde hubiese audiencia las causas de los males del país, sin dejar de lamentar por qué tanta gente se tenía que perder las lecturas de obras como Rayuela. Ospina se distinguía no solo por su más de 1,90 de estatura sino porque no era de los que aprietan el dentífrico desde abajo. Era un tipo en permanente estado de sitio.
Ahora, mucho tiempo después de la muerte de Cortázar (12 de febrero de 1984), es el momento de pararse en los puentes, de dejarse mojar por la lluvia, de darle una despedida digna a un paraguas destrozado por el viento, de buscar lectores de parque, como los de aquellos días de refriegas callejeras. Con Cortázar sucede que la ficción se vuelve realidad, o al revés, y por eso torno a ver la muchachada con sus mochilas gordas de libros, como un modo de conservar los recuerdos, que a veces hay que envolverlos en sábanas negras, como cualquier cronopio. Volvemos a la excursión cortazariana, sin instrucciones ni manuales, porque él, precisamente, nos enseñó otra manera de ser libres. Ahora sí me iré a envolver acelgas en las hojas de este diario, aunque la tinta es tóxica y ciertas historias, también”.
Y digo que entonces lo leía la “pequeña burguesía”, porque quién más. Los obreros solo tenían tiempo para la plusvalía, para sudar y “camellar” y viceversa, y de pronto para estar en el bar; y la burguesía, qué va, andaba muy ocupada explotando obreros, pensando en ampliar la panza y la banca, y de ese modo solo quedaba ese sector “privilegiado” que dedicaba lo mejor de sus años mozos a la lectura y, claro, a una que otra tirada de piedra y bombas molotov contra las visitas de indeseables yanquis; a reuniones con trabajadores vanguardistas; al cineclub. Y ahí, en medios de libros de Marx, Engels, Bakunin, Althusser, Mao, de alguno de Malraux y otros de Kafka, sin faltar un Sartre o un Camus, estaba Cortázar que despertaba un sentimiento unánime: el de quererlo más a él que a sus libros. Leyéndolo, uno se metía en el cine, en la música, en la metafísica, en la felina suavidad del gato, en la patafísica, en la cotidianidad con revelaciones extraordinarias. Y bueno, había que leer su teoría del cuento, su nocaut y su metáfora de que la novela gana por puntos, sus discusiones sobre América Latina, vea “usted que uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida…”.
Y le cuento que leer a Cortázar en aquellos días de conmociones sociales, no solo causaba placer y daba aires de “intelectualidad” y tales, sino que era un arma secreta para conquistar peladas. Era sino hablarles de esa historia de amor que es Rayuela y listo; vos eras el cielo y la tierra, el pintor y el escritor, la piedra y la tiza, y entonces retabas a su lectura, porque no hay que ser “lector hembra”, sino uno muy activo, un lector-cómplice, uno que desbaratara la novela que ejercía (ejerce todavía) una fascinación sin resistencia y provocaba admiraciones y gritos, ¡cómo!, y este man cómo hizo para armar una estructura así, y propusiera otros caminos para estar o en París o en Buenos Aires, o en las dos al mismo tiempo. ¡Oh!, “tantas palabras para un mismo desconcierto”. Bueno, digamos, para resumir, que con las muchachas y las lecturas de Cortázar, uno ganaba por decisión unánime. Era una tarea más fácil, porque no requería tener carro, bastaba un modelo para armar. Ni tampoco era condición necesaria el billete ni la pinta de galán; simplemente, leías historias cortazarianas y eso era suficiente. También podías contar que, gracias a tales lecturas, derivaste en otras aguas, como en las de Roberto Arlt, Felisberto Hernández, o empezaste a escuchar el saxo de Parker, el violín-trompeta de Julio De Caro o la voz de Billie Holyday.
Había cortazarianos de verdad. No se perdían palabra suya. Y a veces parecían una creación del escritor al que amaban. Sabían todo de él: sus obras, sus gustos, sus noviazgos, sus matrimonios, su posible homosexualidad, sus viajes, lo que estaba en una página, lo que quedaba en otra. Admirables admiradores. Supe de uno, al que poco conocí, que pudo haber sido el mayor cronopio de los días de la universidad. Estudiaba periodismo y escribía notas en el periódico El Mundo, de Medellín. Se llamaba Diego Medina, una auténtica promesa, según hablaban, de la crónica y, por qué no, de la literatura. Murió en un accidente y en su entierro sus amigos depositaron en la tumba en vez de flores todos los libros de Cortázar. Sin embargo, había otro personaje, no tan cortazariano, pero sí muy parecido al escritor, no solo por sus manos grandes y su estatura, sino porque, como el argentino, padecía el síndrome de Marfán, que afecta los huesos, los tejidos, el corazón y otros órganos, y tiene la particularidad de hacer crecer hasta su muerte a quien lo sufre. Se llamaba John Ospina, un revolucionario que combinaba las lecturas marxistas con las de escritores norteamericanos y un día decidió abandonar la ingeniería para dedicar todo su tiempo a la literatura y el periodismo. En esas descubrió Rayuela y ya no hubo manera de detener su pasión por las obras de Cortázar. El síndrome se lo llevó prematuramente en el mismo año en que murió el “cronopio mayor”.
Ospina, además, la facilidad de hablar de los records de Cochise o de Eddy Merckx como de El dieciocho brumario de Luis Bonaparte o de las alineaciones más célebres del Atlético Nacional. Y en cualquier café podía sentar cátedra sobre Jack London, Pelé o las coperas de viejos bares de Medellín. Cuando descubrió, después de los treinta años, que lo suyo eran la literatura y el periodismo, se encerró a leer novelas, cuentos, manuales de comunicación, enciclopedias de cine, a realizar programas radiales de difusión literaria, y, claro, a seguir proclamando donde hubiese audiencia las causas de los males del país, sin dejar de lamentar por qué tanta gente se tenía que perder las lecturas de obras como Rayuela. Ospina se distinguía no solo por su más de 1,90 de estatura sino porque no era de los que aprietan el dentífrico desde abajo. Era un tipo en permanente estado de sitio.
Ahora, mucho tiempo después de la muerte de Cortázar (12 de febrero de 1984), es el momento de pararse en los puentes, de dejarse mojar por la lluvia, de darle una despedida digna a un paraguas destrozado por el viento, de buscar lectores de parque, como los de aquellos días de refriegas callejeras. Con Cortázar sucede que la ficción se vuelve realidad, o al revés, y por eso torno a ver la muchachada con sus mochilas gordas de libros, como un modo de conservar los recuerdos, que a veces hay que envolverlos en sábanas negras, como cualquier cronopio. Volvemos a la excursión cortazariana, sin instrucciones ni manuales, porque él, precisamente, nos enseñó otra manera de ser libres. Ahora sí me iré a envolver acelgas en las hojas de este diario, aunque la tinta es tóxica y ciertas historias, también”.
Realmente es hermoso, este texto, y lo digo (reitero), aunque no conozco a Reinaldo Spitaletta, ni es mi propósito, no es necesario. El propio Cortázar lo aclara, todo, en un fragmento de su Rayuela:
Y mirá que apenas nos conocíamos y ya la vida urdía lo necesario para desencontrarnos minuciosamente. Como no sabías disimular me di cuenta en seguida de que para verte como yo quería era necesario empezar por cerrar los ojos, y entonces primero cosas como estrellas amarillas (moviéndose en una jalea de terciopelo), luego saltos rojos del humor y de las horas, ingreso paulatino en un mundo-Maga que era la torpeza y la confusión pero también helechos con la firma de la arena Klee, el circo Miró, los espejos de ceniza Vieira da Silva, un mundo donde te movías como un caballo de ajedrez que se moviera como una torre que se moviera como un alfil.
- No
estábamos enamorados, hacíamos el amor con un virtuosismo desapegado y crítico,
pero después caíamos en silencios terribles y la espuma de los vasos de cerveza
se iba poniendo como estopa, se entibiaba y contraía mientras nos mirábamos y
sentíamos que eso era el tiempo.
Gracias Cortázar.
Por estos días el tema sobre la necesidad de revaluar la moneda de cambio cubana, toma mucha más fuerza. Me hace recordar otro relato que escribí hace algún tiempo. Por el momento este será el último que incluyo en el blog para compartir con sus tripulantes. Quizá el próximo año se introduzcan algunos cambios en esta nave, elhabanerochekeré, pero siempre habrá un espacio para compartir.
"Buenos días, ¿en qué podemos
ayudarles?", dijo el hombre y se colocó frente al lente de la cámara.
Octubre de 2011, RSM
Por estos días el tema sobre la necesidad de revaluar la moneda de cambio cubana, toma mucha más fuerza. Me hace recordar otro relato que escribí hace algún tiempo. Por el momento este será el último que incluyo en el blog para compartir con sus tripulantes. Quizá el próximo año se introduzcan algunos cambios en esta nave, elhabanerochekeré, pero siempre habrá un espacio para compartir.
No
creas todo lo que oyes
(Y
los cuentos, cuentos son)
— Somos Periodistas…
“Eso lo supuse, pero no he visto la
identificación.”
Mostramos los carnets.
“¿Por qué están aquí?”
— Para hacer nuestro trabajo, ¡es
normal!
“Sí, debe ser normal que cada cual
haga su trabajo, pero… ¡Este es el Banco, no un Circo!”, respondió ofendido, mientras secaba el sudor de su rostro morado.
— Disculpe, no somos periodistas de
Circo, sabemos que este es un Banco.
El hombre se puso de color rosado, pero
resopló bajito, tomó aire como el buzo que llega a la superficie y sonrió.
“Bien, disculpen si les ofendí, pero (habló más
bajito) este es un banco y (deletreó, visiblemente molesto) n o h e m o
s c o n v o c a d o a l a p r e n s a ¿ p
o r q u é e s t á n a q u í ?”
Murmullo entre el grupo de reporteros.
— Nos dijeron que hoy se establecería
la moneda única, en todo el país.
“¡¿Cómo…?!”, casi salta hacia atrás. ¿Cómo lo saben...?
— ¡¿Acaso usted no lo sabe…?! , dimos un
poco adelante.
“¿Debería saberlo…?”, ripostó.
— ¡Por supuesto! ¿No trabaja usted,
aquí, en el Banco?, ¡Touché!
“Sí, soy el gerente...
— ¿E n t o n c e s…?
“Debe haber un error”
— ¡¿Un error?!
“Claro, ¿no sé de dónde sacaron eso de
que se haría el cambio de moneda?”
— Usted lo confirma.
“¡¿Cómo…!?
— Ha dicho usted: ¿Cómo lo saben?,
nosotros aclaramos. Ahora decimos que venimos para conocer los detalles acerca del
establecimiento de la moneda única para todo el país.
El hombre saca un pañuelo y seca el
rostro.
“¡Pero esto es imposible! “ Se vuelve
a una de las empleadas (un grupo de personas se acercan para escuchar, algunos
que caminan por la acera contraria cruzan para saber qué ocurre en el Banco,
los ómnibus circulan despacio y los pasajeros asoman sus cabezas fuera de las
ventanillas (una de las guaguas se detiene y el chofer se baja), en la
intercepción. Los autos comienzan a sonar los claxon, mientras el semáforo
continúa el cambio de luz impenitente y los vehículos se aglomeran. Por fin se
corre la voz: unos aseguran que la Policía tiene rodeado el Banco porque hubo
un intento de asalto ¿cómo es posible
tanto descaro? ¡Deberían poner menos
películas violentas en la televisión!
¡La juventud no quiere trabajar, Imagínese! (Se escuchan sirenas) Lo más probable es que les disparen. Creo que se trata del cambio de
moneda, ¡Qué sorpresa! Eso es para coger movidos a los macetas para que no ocurra
como la primera vez. ¡Lo que faltaba! ¡Menos mal!
El gerente está nervioso. Las cámaras
comienzan a flachear.
“Miren periodistas, esto es un error,
¿quién les informó…?”
— Eso no es lo importante, conocemos
nuestro trabajo, responsabilidades y derechos.
“Pero están mal informados, por favor,
esta situación puede trascender (mira en derredor) creo que ya trascendió…”
— ¿Entonces…?
“¿Entonces qué…?”
— ¿Va a dar la información o tendremos
que tomarla por nuestra cuenta?
“¡Hagan lo que quieran!”, dijo y llevó
el pañuelo a los ojos para retirar sendas lágrimas.
En el público la gente comienza a
hacer una fila delante de la puerta del Banco. Otros se mantienen custodiando a
los primeros que llegaron y de paso evitar el desorden. El semáforo es la
única señal coherente en la avenida, ahora tupida por la madeja de vehículos que
han sido abandonados, la enorme fila de personas también crece… El gerente
retoma el resuello y habla:
“Eso fue ayer…, esa información se manejó
ayer _aclara_ lo analizamos en una
reunión del Consejo Reducido de la Presidencia de nuestro Banco. ¡No sé cómo se
filtró...! En definitiva cancelamos esa posibilidad. No se realizará el cambio.
Todo seguirá como estaba”, dijo y aflojó la corbata, la retiró de su cuello, la
dobló y colocó en el bolsillo posterior del pantalón, junto al pañuelo. Caminó
en dirección contraria del Banco. Lo hizo sin mirar atrás y se perdió entre la
multitud.
*Este término fue acuñado por el investigador (psíquico) francés Emile Boirac (1851-1917) basado
en su libro L'Avenir des sciences psychiques (El futuro de las ciencias
psíquicas), basado en un ensayo que escribió mientras estudiaba en la Universidad de Chicago.
Todos tenemos alguna experiencia de la sensación, que nos viene ocasionalmente,
de que lo que estamos diciendo o haciendo ya lo hemos dicho y hecho antes, en
una época remota; de haber estado rodeados, hace tiempo, por las mismas caras,
objetos y circunstancias; de que sabemos perfectamente lo que diremos a
continuación, como si de pronto lo recordásemos.