“Y, al
confundirse sin la piel, sobre los huesos,
el alma
trasnochadora se preguntaba:
¿Cuál era
el color de su amada?
¿Por
qué lo había perdido en el tiempo?
Y, en
el oscuro celaje, pensaba
en la
otrora blancura del espectro”
(RSM)
Raúl San Miguel
Ilustración: Samuel
Confieso
que, por estos días, me resulta imposible dejar de recordar cómo –los días son
la única verdad (sin ser absoluto) que podemos guardar en un Banco (de créditos
o descrédito) sin el temor de que se multipliquen, desaparezcan, se los roben o crezcan en intereses. Lo
que puedo, en mi experiencia (asegurar), es que pasan por su gusto…, y seguirán
pasando; aunque de nosotros no queden ni las huellas en el tiempo. Y cómo no
les hace falta ni reloj, ni código que los nombre (a no ser por los olvidos de los humanos), atesoran verdades
irrebatibles y hasta filosóficas. Fíjense que los grandes pensadores, también
han tenido de igual situaciones (advierto no es mi caso. Solo me divierto y comparto la risa como remedio, de los males el peor: ser neutro): A Newton, por ejemplo, una manzana le aterrizó en la cabeza
y pensó…, ¿Quién había creado una ley capaz de atraerla? Galileo, aseguró: “Eppur si muove”,
que
se movía…, casi al punto de perder su propia testa; y Copérnico, heliocéntrico en sí mismo, la vio (a la Tierra) en toda su
dimensión, más allá de las estrellas… Homero enredó a Odiseo, en un viaje sin
retorno y Penélope tejió el ejemplo del primer reloj sin cuerdas. Así pudiera
citar a muchos, hasta llegar al grito: ¡Eureka…! Y, como son tiempos
ciberespaciales: 01010101010101010…., interminablemente, me divierto al contar
con los dedos de las manos, mi socrática ignorancia.
A los
ciberargonautas de este blog, les dedico estas letras para tomarme un buen
descanso…, solo por unos días y también
comparto una caricatura de la serie de historietas que pronto tendrán el olor de la
tinta, en blanco y negro.
También este, uno de los cuentos atrapados en mi libro inédito:
Y los cuentos, cuentos son.
Y los cuentos, cuentos son.
Siete razones capitales (Pecados)
A los que luchan todos los días
A Pablo Neruda.
No
digas todo lo sabes (piensas)
— Por
favor, muéstreme su carné de identidad, dijo el policía con un saludo breve,
mientras su colega (delante del patrullero y con el intercomunicador frente a
su boca) nos miraba de reojo y, en particular, al colega de la cámara que se
movía en busca de las mejores imágenes entre las personas en el parque. El
agente, que solicitó la documentación, los extendió a su compañero, el otro
leyó y esperó. “Oka”, respondió y los devolvió al suboficial, este los miró
(nuevamente) y preguntó: —
¿Quién
les autorizó a estas entrevistas en el parque? “¡¿Cómo dice…?!” respondí. El
policía repitió cada una de las palabras, sin perder la ecuanimidad y eso
despertó la curiosidad periodística. Estaba frente a uno de esos agentes del
orden público verdaderamente salidos de un spot de la televisión. “Bueno, es mi
trabajo”, alegó sin perder el buen ánimo que ahora despertaba mi interés frente
a un posible entrevistado…, pero… “Nos informaron de que habían unos individuos
haciéndose pasar por periodistas en el parque, me refiero a los que trabajan
para la prensa contrarrevolucionaria en el exterior”. Sonreí, el oficial me
alcanzó con un gesto cargado de autoridad, comprendí que el asunto no tenía
ningún lado cómico y mucho menos agradable. Más bien, como periodista, debía
asumir el hecho con la seriedad correspondiente. “¿Usted no hace ahora mismo su
trabajo?”. , me atreví a cuestionar, realmente fue una pregunta osada, casi una
provocación, pero quería obtener un testimonio que podría ser inalcanzable,
para otros colegas, entrevistar a un policía, desconocido, fuera del contexto
de un trabajo conciliado entre la editora y el político de la unidad policial;
incluida una previa coordinación con el jefe del departamento tal, en la
provincia, de acuerdo con lo establecido por la directiva del ministro para el
orden interior y la verificación (lógico) del texto en el cual se registraría
cada pregunta y respuesta y cuando sería el día de la publicación, etcétera.
Pero ahí estaba la oportunidad, esa suerte de ángel que viene cuando no se le espera
y lo cuadra todo o casi… “¿Qué usted dice, ciudadano…?” Era muy bueno para que fuera verdad. Ningún
ángel, ni suerte, ni nada. Una verdadera avalancha de autoridad policial podría
destapar aquella simple pregunta. “¿Qué qué digo…?” “Sí, ¿por qué usted pregunta si estoy
haciendo mi trabajo?” Lo sabía, por qué
sería tan bruto. En definitiva mi interés se limitaba a buscar opiniones en la peña
deportiva de la esquina caliente, y caliente me estaba poniendo por hacerme el
verraco al salirme fuera de los objetivos editoriales e informativos que me
llevaron hasta aquel lugar. Para colmo no tuve en cuenta, las situaciones
descritas en la psicología del trabajo periodístico y la capacidad de
memorizar, recordar que, apenas hacía unos minutos, el agente había dicho: “Nos informaron de que habían unos
individuos haciéndose pasar por periodistas en el parque, me refiero a los que
trabajan para la prensa contrarrevolucionaria en el exterior” ¡Qué bruto
soy!, no bruto no… ¡coño soy periodista, no un mercenario!, hubiese querido gritar,
pero ¿debía perder la compostura y hasta la posibilidad de demostrar que podía
controlar la situación, ser civilizado? ¡Claro! “¿Cumple usted con su trabajo?”, repetí y juro
que lo hice sin darme cuenta, sin proponérmelo, como si mi subconsciente
dictara la pregunta y se aprovechara de su intangibilidad para exponer mi
cuerpo. “¿Cómo dice…?” — preguntó
el agente con la interrogante acentuada en las cejas y, de inmediato, cruzó una
mirada, muy seria, con su compañero y, aquel, colocó el intercomunicador junto
a la pizarra del auto; seguidamente llevó su mano derecha a la parte superior
de la funda (como en un duelo del lejano Oeste), mientras la izquierda cayó apoyada
sobre la parte superior del bastón (ambos brazos en jarra, en la actitud
defensiva conocida por kiba-dachi o jinete de hierro). “¿Dije que si usted
cumple con su trabajo?” Otra vez, mi subconsciente se adelantaba. Miré en
derredor y observé a la gente en sus asuntos, dispersos por todo el parque. Sentí
el viento correr sobre las gotas de sudor que corrían espalda abajo. “Mire,
periodista, no se busque problemas”, atajó, el policía, colocando su mano sobre
mi hombro. Después sonrió (¡había sonreído!, eso estaba mejor pequeño imbécil
que habitas dentro de mí y te rebelas sin motivo. Ahí tienes un ejemplo de
autoridad, disciplina, autocontrol y mucho tacto, si fuera al revés le hubieses
aplicado todo el rigor policial, pero —por suerte— no eres agente del orden
público, sino periodista y bastante arriesgado al meterte en cosas que no te
interesan). “Cumplo con mi trabajo, estoy aquí para eso”.
¡Ves,
te lo dije, no todos son subnormales, aquí tienes una demostración! “Pero usted no me ha respondido —preguntó mi subconsciente—, ¿qué es para usted cumplir
con su trabajo? “Le voy a explicar, ¿no es lo que usted quiere? Asentí. “Pues
mi trabajo es mantener el orden público, y eso hago, ¿no le parece?”
¡Salomónica respuesta! El careo estaba cinco a cero a favor del policía y mi
subconsciente no toleraría eso, le conozco y sé que le domina un ego
insoportable. ¿Usted lo cree así, agente?, ripostó, ¡que bárbaro!, no cabe
dudas de que me odia, es la parte de mi persona inconforme, rebelde por gusto,
provocativa, capaz de llevarme al borde del infarto y hasta enterrarme
definitivamente si se lo propone. ¿Cómo podría salir del dilema?” Volví el
rostro al otro agente. Sonreía burlón. ¡Lo que me faltaba!, hacía el ridículo
por una pregunta que podría empujarme dentro del patrullero, envolverme en tremendo papeleo, permanecer un
tiempo en la Estación de Policía y pagar una multa (en el menor de los casos)
si antes a mi diabólica otra parte no se le ocurriera mantener una postura
menos agresiva. “Por supuesto, que lo
creo compañero. Sé que es una tarea difícil e incluso poco entendida por quienes
no conocen el rigor, el estrés y los riesgos de esta importante profesión”. ¡No
lo puedo creer!, mi subconsciente se había salido con la suya, había logrado
una respuesta que no parecía llegar nunca. Respiré aliviado e iba a dar las
gracias y marcharme sin cumplir mi objetivo, en la esquina caliente, cuando mi boca se abrió y no me dio tiempo
siquiera a cubrirla como si evitara un estornudo. ¿En lo personal usted se considera un policía
que cumple estrictamente lo establecido, incluso cuando no viste el uniforme?
¡¿Oye qué te pasa?! Quise gritar dentro de mi cerebro, pero solo logré que el
eco de mi alarido retumbara groseramente en mi estómago. Experimenté la
sensación de caer definitivamente. “Vas a terminar mal” había dicho, en varias
ocasiones Emilio, el fotorreportero. “Es hora de que te des cuenta hasta dónde
puedes llegar”, acotaría y con razón, pero… él sigue haciendo sus fotos y no se
da cuenta que estoy en medio del océano, ¿por qué no viene y me auxilia con esa
facilidad para salir de los malos momentos? Todo lo contrario, ahora conversaba
con unas viejitas, mientras coqueteaba con la joven pelirroja que las
acompañaba. “En lo personal considero que me atengo estrictamente a mis
obligaciones”, respondió el policía sin dejar de sonreír. ¡Aún sonreía, qué
clase de agente del orden público, qué hombre ejemplar, qué sé yo…! “¿Y por qué emigró a la capital, acaso no
puede cumplir su sueño de ser policía en su propia provincia?” ¡Te volviste loco!, ¡Coño…! Si pudiera yo
mismo me metería preso. De alguna manera un desorden psicológico se manifestaba
en mi actitud. Debí tomar las vacaciones cuando me comunicaron que estaba
pasado, ¿es natural? que el estrés y el cansancio provoquen toda esa reacción
de basura, mucho más si el subconsciente te juega una mala y, en mi caso, era
evidente que me odiaba. ¡¿Por qué?! “Las razones no siempre las determina el
propio individuo”, sentenció y casi estuve a punto de reafirmar con un
movimiento asentativo, pero ni un solo músculo de mi cuerpo se movía sin
permiso de mi subconsciente. Ahí estaba parado, erguido, desafiante, ¡estúpido,
imbécil, comemierda! Para colmo el policía tenía razón, las razones no siempre las determina el propio individuo ¿Entonces qué razones mantenían esa
desordenada e irreverente conducta de mi subconsciente? Busqué en la memoria un
indicio que me llevara a la génesis de tal comportamiento: no he estado
detenido, no me han maltratado, no he sido objeto de abuso policial, ni de
excesos en el uso de la fuerza, entonces… ¿qué?, quizá se trataba de una referencia a
cualquiera de la bola de cosas que se discuten en una redacción de prensa. “¿Por
qué emigró a la capital si puede ser policía en su provincia?”, cuestionó mi
otro yo (llamémosle así, para variar) y el tono estaba cubierto por el sarcasmo.
“Siempre quise ser policía, es la verdad, desde chichitico jugaba a los
policías y ladrones, pero en mi natal Guantánamo hicieron un llamado a la
Juventud —me
refiero a la militancia— y
dimos el paso al frente para venir en apoyo de la población de la ciudad”. ¡Compadre, es suficiente! Ese hombre ha sido
una dama contigo, más allá de su responsabilidad y del uniforme, ¡¿qué te
pasa?! “¿Y usted cree que podrá lograr
realizar su trabajo impecablemente en la capital, digo sin caer en la tentación
de caer en las redes de los delincuentes?”
“Por favor, sea más específico”, apuntó el agente. Sentí alivio, era un
policía pulcro, impecable, profesional, incapaz de permitirse quebrar su
paciencia ante el imbécil que le preguntaba. “¿Digo que si se considera preparado para no
caer en las tentaciones de quienes sobornan y corrompen?” “Ese es uno de los riesgos de nuestra
profesión, ¿acaso no lo tienen los periodistas?” “¡Sí!”, respondí
triunfalmente, pero de mi boca no se artículo palabra alguna. “¿Qué haría si alguien le propone el silencio
a cambio de una gran suma de dinero?
“Tendría que consultarlo con mi subconsciente —respondió—, pero estoy seguro que actuaría con la
transparencia de mi personalidad y responsabilidad de policía” ¿No te da vergüenza, cabrón, subconsciente
egoísta? Le dije a mi otro yo. “Dígame, ¿no entendí lo que expresó?” Me quedé perplejo, mi subconsciente se había
retirado y me dejaba en medio de una pregunta que no estaba dirigida al
policía. “No se preocupe, ciudadano, yo puedo entenderlo. ¿Somos o no somos
cubanos?, de lo contrario no tomaríamos la vida con la jocosidad que nos
caracteriza, pero, entre nosotros, si mi subconsciente se dejara sobornar puede
estar seguro de que lo meto preso…, pero recuerde, un consejo: el que dice todo lo que sabe, dice lo que no
conviene…”.