sábado, 13 de junio de 2015

Un siglo después, más...



Capitolio en Cuba, próxima sede de la Asamblea Nacional del Poder Popular



Raúl San Miguel

Foto: Samuel

Varias generaciones de cubanos, en el espacio de más de medio siglo, hemos sufrido las consecuencias directas que provocan las limitaciones del genocida bloqueo impuesto por el gobierno de los Estados Unidos contra Cuba. ¿De qué nos van a limitar en momentos que se abre un camino para el restablecimiento de las relaciones diplomáticas? En nada. Es la respuesta tajante y convincente. Durante décadas se ha desarrollado el mayor recurso disponible en la Isla, la Educación. El nivel de capacitación e instrucción de sus ciudadanos, es una garantía para cualquier inversión foránea en la Mayor de las Antillas.
Sin embargo, recientemente el Comité de Asignaciones de la Cámara de Representantes de Estados Unidos autorizó (el pasado viernes) un proyecto de ley para impedir cualquier posibilidad de usar fondos en la reapertura de una embajada estadounidense en Cuba, según reportes de Telesur.
La agencia sudamericana subraya que, la medida, aprobada por voto oral, está contenida en el proyecto de ley de presupuesto para el Departamento de Estado y operaciones en el extranjero para el año fiscal 2016 y bloquea el uso de fondos para la reapertura de la embajada, uno de los puntos esenciales para el reestablecimiento de las relaciones diplomáticas entre Cuba y EE.UU.
Cito parte del texto publicado por el diario cubano Granma:

“El pasado mayo, la Cancillería cubana manifestó que el proceso de restablecimiento de las relaciones diplomáticas entre ambos países avanza en un “contexto apropiado”, aunque podría demorarse “muchísimo tiempo”.
Con todo eso, aún no se ha logrado la apertura de la embajada y el bloqueo económico, financiero y comercial se mantiene, para lo que se necesita una acción del Congreso de EE.UU. que prospere en estos temas.
Sin embargo, esta última medida del Comité es vista como un “castigo” del Partido Republicano a la política exterior del presidente Barack Obama.
Mientras tanto, este viernes dos senadores de EE.UU. presentaron un nuevo proyecto de ley para levantar el bloqueo que aún mantiene el país norteamericano en contra de la isla.
De ser aprobado este proyecto se restablecería el comercio con la isla y otorgaría al sector privado la libertad de exportar bienes y servicios estadounidenses.
Esto contempla que los agricultores, ganaderos, pequeños negocios y otras industrias del sector privado puedan negociar libremente con Cuba.
Pese a este reciente intento por abolir el bloqueo de EE.UU. contra Cuba, la decisión final recae sobre el Congreso que está controlado por el Partido Republicano, opositor al Gobierno de Obama, lo cual podría dificultar su aprobación”.

El momento de izar ambos pabellones, en sus respectivas sedes diplomáticas, no es un asunto que apure a los cubanos.

La guerra del Guancomeco





Raúl San Miguel

Óleo de Vicente Bonachea (el amigo del barrio y la infancia)



A mis amigos,
a Lucio quien me hizo retomar esta breve historia prometida

“Pero cuando haga daño
aunque inocente
corre hacia mi blandiendo el pecho abierto
(…)
sea amigo manantial en mi desierto
que yo sabré recompensar tu acierto
con mayor amistad para la gente ” (S.R)

La humedad relativa de aquel mediodía pesaba sobre el aire y caía sobre los cuerpos agazapados absorbiendo toda la energía y generando un vapor insoportable de quienes permanecíamos sudorosos y sedientos entre las hierbas. Esperar se hacía difícil por el calor y el escozor producido por las picadas de los insectos, pero éramos “soldados” y el valor estaba en juego o mejor dicho nos podía sacar del juego, de aquel peligroso juego que iniciamos contra los del barrio Guancomeco.
¿Cómo se inició el conflicto? No lo recuerdo. Sí que llegamos al aserradero que se ubicaba en aquel barrio que se incendió en más de una ocasión. Nos unían muchos lazos comunes: la escuela a la cual acudíamos, la vecindad de las familias, el cine de matinées en los domingos, pero desconocíamos lo de las rivalidades de los adolescentes de ambos grupos por las muchachitas del barrio. Así que soldados debíamos esperar, allí, con nuestros arcos y flechas construidos con los recortes de la madera del aserradero.
En la reunión habían discutido si poner puntillas a las flechas o mechas que pudieran ser incendiadas, pero la idea (no sé de quién) fue desechada porque podría salir alguien herido. ¿Entonces qué sentido tenía estar en aquella guerra? Nos preguntábamos los soldados, ya agotados y aburridos de esperar entre las hierbas, dispuestos a lanzar nuestras flechas o retirarnos a la casa y dejar la guerra para otro día, quizá cuando los más grandes olvidaran sus problemas.
También podíamos ser emboscados y descubiertos por los soldados contrarios y exigirían un rescate que, tal vez, olvidarían los más grandes, de modo que estaríamos abandonados a nuestra mala suerte y nos harían hablar con solo presionar un poco sobre nuestros cuerpos despuntando apenas en flácidos músculos que harían reír a una hormiga. ¿Y qué podríamos hacer? Nada, porque nada sabíamos de aquella guerra, ni cómo comenzó, solo que andábamos armados de nuestras flechas y esperábamos entre las hierbas, mientras los insectos picaban nuestra piel y el sol comenzaba a hacer estragos en la tropa. Así permanecí, creo que estuve, en algún momento dormido, hasta que la noche se extendió sobre nosotros y las primeras luces del Guancomeco, anunciaban que nuestros contrarios podrían estar en sus casas, sin saber que sus enemigos compartirían, al día siguiente, un pupitre de la misma escuela.


La danza de los millones





"Uno describe un segundo y puede cruzar un cometa,
cuando todo en derredor oscurece,
cuando todo en derredor se cubre de ese manto de noche y la luna es escarcha y azúcar.
Uno describe ese segundo, de la última vida,
el primer nacimiento
 y podemos sentirnos dichosos,
que en medio de tanta tristeza,
surge un sol de alegría o germina una nueva estrella".  RSM



Raúl San Miguel

Escogí el título, provocativo y sugerente, de una época en que solía escuchar (en silencio para evitar lo que ahora llamamos, por sigiloso, un drone manual sobre mi cabeza, digamos cachetada o gasnadrón y todos entenderemos), a los mayores discurrir sobre los temas de la política oscura, esa que se ventilaba como un susurro en la nocturnidad de los hogares, ante lo imposibilidad de tener un televisor como referente de ventana al mundo, más allá de lo que se comentaba dentro de la Isla, solo la radio…
Así crecí…, bajo el temor de que una bomba atómica que cayera sobre el edificio donde vivíamos o nos enviaran a la antigua Unión Soviética para convertirnos en carne rusa enlatada. Mientras veíamos “desaparecer” a mi padre, y regresar completamente barbudo de un corte caña.  Corrían los años 70, y el discurso anunciaba la posibilidad de alcanzar los 10 millones de toneladas de azúcar, la misma que vertía dentro de un tazón de agua con un poco de zumo de limón para refrescar.
Por entonces la bondad competía con la inocencia y, generalmente, podía uno tomarse una tajada de un buen gesto como la mayor riqueza disponible en medio de la uniformidad de los zapatos plásticos, las ropas de corduroi, tan calurosas, el poliéster, y sin problemas nos íbamos a una fiesta de adolescentes con lustrosas botas Centauro. Realmente fuimos ricos en el sentido literal de la palabra.
También tuve la suerte de convertirme en padre y que el primer televisor que traje a mis hijos fuera un Krim-218, de fabricación soviética, capaz de resistir hasta huracanes. Recuerdo, en particular, mi llegada después de una jornada extenuante y los chicos pidiéndome que reparara con urgencia el televisor. Aprendí. Casi me hice técnico a la fuerza. Disponía de piezas de repuesto que fui capaz de colocar en tiempo record: menos de quince minutos y ver la sonrisa de mis fiñes, cuando podían ver los muñequitos en la televisión.
Hace poco observé uno de estos televisores e hice una fotografía. Evocaba, desde su abandono, la danza de los millones de personas que supimos mantenernos unidos, a pesar de bloqueos, amenazas de bombardeos atómicos e invasiones en una Isla, donde crecí sin el temor de perder la escuela, acostarme con la barriga vacía y el sueño cumplido de tocar los senos del Alma Mater, cuando llegue a la Universidad de la Habana.
Hace poco un amigo de la infancia me sugirió que debía escribir esas historias que compartimos: "porque no podemos olvidar...", aseguró. Sonreí. Pensé en la Guerra del Guancomeco y me dije, ¿Por qué no...?

viernes, 5 de junio de 2015

Por Las Azoteas



Hay relatos que después de leerlos, traen de golpe oleadas de recuerdos. Así me ocurrió cuando pasaba por el sitio Puro cuento y algo más. Es este, uno de ellos, especialmente por esa niñez que también evoco en las lecturas de Italo Calvino y, ahora, me devuelve el escritor Julio Ramón Ribeyro.
Una vez más elijo una de las pinturas de mi buen amigo de la infancia, físicamente desaparecido, Vicente Bonachea.






Julio Ramón Ribeyro (1929-1994)

A los diez años yo era el monarca de las azoteas y gobernaba pacíficamente mi reino de objetos destruidos.
Las azoteas eran los recintos aéreos donde las personas mayores enviaban las cosas que no servían para nada: se encontraban allí sillas cojas, colchones despanzurrados, maceteros rajados, cocinas de carbón, muchos otros objetos que llevaban una vida purgativa, a medio camino entre el uso póstumo y el olvido. Entre todos estos trastos yo erraba omnipotente, ejerciendo la potestad que me fue negada en los bajos. Podía ahora pintar bigotes en el retrato del abuelo, calzar las viejas botas paternales o blandir como una jabalina la escoba que perdió su paja. Nada me estaba vedado: podía construir y destruir y con la misma libertad con que insuflaba vida a las pelotas de jebe reventadas, presidía la ejecución capital de los maniquíes.
Mi reino, al principio, se limitaba al techo de mi casa, pero poco a poco, gracias a valerosas conquistas, fui extendiendo sus fronteras por las azoteas vecinas. De estas largas campañas, que no iban sin peligros -pues había que salvar vallas o saltar corredores abismales- regresaba siempre enriquecido con algún objeto que se añadía a mi tesoro o con algún rasguño que acrecentaba mi heroísmo. La presencia esporádica de alguna sirvienta que tendía ropa o de algún obrero que reparaba una chimenea, no me causaba ninguna inquietud pues yo estaba afincado soberanamente en una tierra en la cual ellos eran solo nómades o poblaciones trashumantes.
En los linderos de mi gobierno, sin embargo, había una zona inexplorada que siempre despertó mi codicia. Varias veces había llegado hasta sus inmediaciones pero una alta empalizada de tablas puntiagudas me impedía seguir adelante. Yo no podía resignarme a que este accidente natural pusiera un límite a mis planes de expansión.
A comienzos del verano decidí lanzarme al asalto de la tierra desconocida. Arrastrando de techo en techo un velador desquiciado y un perchero vetusto, llegué al borde de la empalizada y construí una alta torre. Encaramándome en ella, logre pasar la cabeza. Al principio sólo distinguí una azotea cuadrangular, partida al medio por una larga farola. Pero cuando me disponía a saltar en esa tierra nueva, divisé a un hombre sentado en una perezosa. El hombre parecía dormir. Su cabeza caía sobre su hombro y sus ojos, sombreados por un amplio sombrero de paja, estaban cerrados. Su rostro mostraba una barba descuidada, crecida casi por distracción, como la barba de los náufragos.
Probablemente hice algún ruido pues el hombre enderezó la cabeza y quedo mirándome perplejo. El gesto que hizo con la mano lo interpreté como un signo de desalojo, y dando un salto me alejé a la carrera.
Durante los días siguientes pasé el tiempo en mi azotea fortificando sus defensas, poniendo a buen recaudo mis tesoros, preparándome para lo que yo imaginaba que sería una guerra sangrienta. Me veía ya invadido por el hombre barbudo; saqueado, expulsado al atroz mundo de los bajos, donde todo era obediencia, manteles blancos, tías escrutadoras y despiadadas cortinas. Pero en los techos reinaba la calma más grande y en vano pasé horas atrincherado, vigilando la lenta ronda de los gatos o, de vez en cuando, el derrumbe de alguna cometa de papel.
En vista de ello decidí efectuar una salida para cerciorarme con qué clase de enemigo tenía que vérmelas, si se trataba realmente de un usurpador o de algún fugitivo que pedía tan solo derecho de asilo. Armado hasta los dientes, me aventuré fuera de mi fortín y poco a poco fui avanzando hacia la empalizada. En lugar de escalar la torre, contorneé la valla de maderas, buscando un agujero. Por entre la juntura de dos tablas apliqué el ojo y observé: el hombre seguía en la perezosa, contemplando sus largas manos trasparentes o lanzando de cuando en cuando una mirada hacia el cielo, para seguir el paso de las nubes viajeras.
Yo hubiera pasado toda la mañana allí, entregado con delicia al espionaje, si es que el hombre, después de girar la cabeza no quedara mirando fijamente el agujero.
-Pasa -dijo haciéndome una seña con la mano-. Ya sé que estás allí. Vamos a conversar.
Esta invitación, si no equivalía a una rendición incondicional, revelaba al menos el deseo de parlamentar. Asegurando bien mis armamentos, trepé por el perchero y salté al otro lado de la empalizada. El hombre me miraba sonriente. Sacando un pañuelo blanco del bolsillo -¿era un signo de paz?- se enjugó la frente.
-Hace rato que estas allí -dijo-. Tengo un oído muy fino. Nada se me escapa... ¡Este calor!
-¿Quién eres tú? -le pregunté.
-Yo soy el rey de la azotea -me respondió.
-¡No puede ser! -protesté- El rey de la azotea soy yo. Todos los techos son míos. Desde que empezaron las vacaciones paso todo el tiempo en ellos. Si no vine antes por aquí fue porque estaba muy ocupado por otro sitio.
-No importa -dijo-. Tú serás el rey durante el día y yo durante la noche.
-No -respondí-. Yo también reinaré durante la noche. Tengo una linterna. Cuando todos estén dormidos, caminaré por los techos.
-Está bien -me dijo-. ¡Reinarás también por la noche! Te regalo las azoteas pero déjame al menos ser el rey de los gatos.
Su propuesta me pareció aceptable. Mentalmente lo convertía ya en una especie de pastor o domador de mis rebaños salvajes.
-Bueno, te dejo los gatos. Y las gallinas de la casa de al lado, si quieres. Pero todo lo demás es mío.
-Acordado -me dijo-. Acércate ahora. Te voy a contar un cuento. Tú tienes cara de persona que le gustan los cuentos. ¿No es verdad? Escucha, pues: «Había una vez un hombre que sabía algo. Por esta razón lo colocaron en un púlpito. Después lo metieron en una cárcel. Después lo internaron en un manicomio. Después lo encerraron en un hospital. Después lo pusieron en un altar. Después quisieron colgarlo de una horca. Cansado, el hombre dijo que no sabía nada. Y sólo entonces lo dejaron en paz».
Al decir esto, se echó a reír con una risa tan fuerte que terminó por ahogarse. Al ver que yo lo miraba sin inmutarme, se puso serio.
-No te ha gustado mi cuento -dijo-. Te voy a contar otro, otro mucho más fácil: «Había una vez un famoso imitador de circo que se llamaba Max. Con unas alas falsas y un pico de cartón, salía al ruedo y comenzaba a dar de saltos y a piar. ¡El avestruz! decía la gente, señalándolo, y se moría de risa. Su imitación del avestruz lo hizo famoso en todo el mundo. Durante años repitió su número, haciendo gozar a los niños y a los ancianos. Pero a medida que pasaba el tiempo, Max se iba volviendo más triste y en el momento de morir llamó a sus amigos a su cabecera y les dijo: ‘Voy a revelarles un secreto. Nunca he querido imitar al avestruz, siempre he querido imitar al canario’».
Esta vez el hombre no rió sino que quedó pensativo, mirándome con sus ojos indagadores.
-¿Quién eres tú? -le volví a preguntar- ¿No me habrás engañado? ¿Por qué estás todo el día sentado aquí? ¿Por qué llevas barba? ¿Tú no trabajas? ¿Eres un vago?
-¡Demasiadas preguntas! -me respondió, alargando un brazo, con la palma vuelta hacia mí- Otro día te responderé. Ahora vete, vete por favor. ¿Por qué no regresas mañana? Mira el sol, es como un ojo… ¿lo ves? Como un ojo irritado. El ojo del infierno.
Yo miré hacia lo alto y vi solo un disco furioso que me encegueció. Caminé, vacilando, hasta la empalizada y cuando la salvaba, distinguí al hombre que se inclinaba sobre sus rodillas y se cubría la cara con su sombrero de paja.
Al día siguiente regresé.
-Te estaba esperando -me dijo el hombre-. Me aburro, he leído ya todos mis libros y no tengo nada qué hacer.
En lugar de acercarme a él, que extendía una mano amigable, lancé una mirada codiciosa hacia un amontonamiento de objetos que se distinguía al otro lado de la farola. Vi una cama desarmada, una pila de botellas vacías.
-Ah, ya sé -dijo el hombre-. Tú vienes solamente por los trastos. Puedes llevarte lo que quieras. Lo que hay en la azotea -añadió con amargura- no sirve para nada.
-No vengo por los trastos -le respondí-. Tengo bastantes, tengo más que todo el mundo.
-Entonces escucha lo que te voy a decir: el verano es un dios que no me quiere. A mí me gustan las ciudades frías, las que tienen allá arriba una compuerta y dejan caer sus aguas. Pero en Lima nunca llueve o cae tan pequeño rocío que apenas mata el polvo. ¿Por qué no inventamos algo para protegernos del sol?
-Una sombrilla -le dije-, una sombrilla enorme que tape toda la ciudad.
-Eso es, una sombrilla que tenga un gran mástil, como el de la carpa de un circo y que pueda desplegarse desde el suelo, con una soga, como se iza una bandera. Así estaríamos todos para siempre en la sombra. Y no sufriríamos.
Cuando dijo esto me di cuenta que estaba todo mojado, que la transpiración corría por sus barbas y humedecía sus manos.
-¿Sabes por qué estaban tan contentos los portapliegos de la oficina? -me pregunto de pronto-. Porque les habían dado un uniforme nuevo, con galones. Ellos creían haber cambiado de destino, cuando sólo se habían mudado de traje.
-¿La construiremos de tela o de papel? -le pregunté.
El hombre quedo mirándome sin entenderme.
-¡Ah, la sombrilla! -exclamó- La haremos mejor de piel, ¿qué te parece? De piel humana. Cada cual dará una oreja o un dedo. Y al que no quiera dárnoslo, se lo arrancaremos con una tenaza.
Yo me eche a reír. El hombre me imitó. Yo me reía de su risa y no tanto de lo que había imaginado -que le arrancaba a mi profesora la oreja con un alicate- cuando el hombre se contuvo.
-Es bueno reír -dijo-, pero siempre sin olvidar algunas cosas: por ejemplo, que hasta las bocas de los niños se llenarían de larvas y que la casa del maestro será convertida en cabaret por sus discípulos.
A partir de entonces iba a visitar todas las mañanas al hombre de la perezosa. Abandonando mi reserva, comencé a abrumarlo con toda clase de mentiras e invenciones. Él me escuchaba con atención, me interrumpía sólo para darme crédito y alentaba con pasión todas mis fantasías. La sombrilla había dejado de preocuparnos y ahora ideábamos unos zapatos para andar sobre el mar, unos patines para aligerar la fatiga de las tortugas.
A pesar de nuestras largas conversaciones, sin embargo, yo sabía poco o nada de él. Cada vez que lo interrogaba sobre su persona, me daba respuestas disparatadas u oscuras:
-Ya te lo he dicho: yo soy el rey de los gatos. ¿Nunca has subido de noche? Si vienes alguna vez verás cómo me crece un rabo, cómo se afilan mis uñas, cómo se encienden mis ojos y cómo todos los gatos de los alrededores vienen en procesión para hacerme reverencias.
O decía:
-Yo soy eso, sencillamente, eso y nada más, nunca lo olvides: un trasto.
Otro día me dijo:
-Yo soy como ese hombre que después de diez años de muerto resucitó y regresó a su casa envuelto en su mortaja. Al principio, sus familiares se asustaron y huyeron de él. Luego se hicieron los que no lo reconocían. Luego lo admitieron pero haciéndole ver que ya no tenía sitio en la mesa ni lecho donde dormir. Luego lo expulsaron al jardín, después al camino, después al otro lado de la ciudad. Pero como el hombre siempre tendía a regresar, todos se pusieron de acuerdo y lo asesinaron.
A mediados del verano, el calor se hizo insoportable. El sol derretía el asfalto de las pistas, donde los saltamontes quedaban atrapados. Por todo sitio se respiraba brutalidad y pereza. Yo iba por las mañanas a la playa en los tranvías atestados, llegaba a casa arenoso y famélico y después de almorzar subía a la azotea para visitar al hombre de la perezosa.
Este había instalado un parasol al lado de su sillona y se abanicaba con una hoja de periódico. Sus mejillas se habían ahuecado y, sin su locuacidad de antes, permanecía silencioso, agrio, lanzando miradas coléricas al cielo.
-¡El sol, el sol! -repetía-. Pasará él o pasaré yo. ¡Si pudiéramos derribarlo con una escopeta de corcho!
Una de esas tardes me recibió muy inquieto. A un lado de su sillona tenía una caja de cartón. Apenas me vio, extrajo de ella una bolsa con fruta y una botella de limonada.
-Hoy es mi santo -dijo-. Vamos a festejarlo. ¿Sabes lo que es tener treinta y tres años? Conocer de las cosas el nombre, de los países el mapa. Y todo por algo infinitamente pequeño, tan pequeño -que la uña de mi dedo meñique sería un mundo a su lado. Pero ¿no decía un escritor famoso que las cosas más pequeñas son las que más nos atormentan, como, por ejemplo, los botones de la camisa?
Ese día me estuvo hablando hasta tarde, hasta que el sol de brujas encendió los cristales de las farolas y crecieron largas sombras detrás de cada ventana teatina.
Cuando me retiraba, el hombre me dijo:
-Pronto terminarán las vacaciones. Entonces, ya no vendrás a verme. Pero no importa, porque ya habrán llegado las primeras lloviznas.
En efecto, las vacaciones terminaban. Los muchachos vivíamos ávidamente esos últimos días calurosos, sintiendo ya en lontananza un olor a tinta, a maestro, a cuadernos nuevos. Yo andaba oprimido por las azoteas, inspeccionando tanto espacio conquistado en vano, sabiendo que se iba a pique mi verano, mi nave de oro cargada de riquezas.
El hombre de la perezosa parecía consumirse. Bajo su parasol, lo veía cobrizo, mudo, observando con ansiedad el último asalto del calor, que hacía arder la torta de los techos.
-¡Todavía dura! -decía señalando el cielo- ¿No te parece una maldad? Ah, las ciudades frías, las ventosas. Canícula, palabra fea, palabra que recuerda a un arma, a un cuchillo.
Al día siguiente me entregó un libro:
-Lo leerás cuando no puedas subir. Así te acordarás de tu amigo..., de este largo verano.
Era un libro con grabados azules, donde había un personaje que se llamaba Rogelio. Mi madre lo descubrió en el velador. Yo le dije que me lo había regalado «el hombre de la perezosa». Ella indagó, averiguó y cogiendo el libro con un papel, fue corriendo a arrojarlo a la basura.
-¿Por qué no me habías dicho que hablabas con ese hombre? ¡Ya verás esta noche cuando venga tu papá! Nunca más subirás a la azotea.
Esa noche mi papá me dijo:
-Ese hombre está marcado. Te prohíbo que vuelvas a verlo. Nunca más subirás a la azotea.
Mi mamá comenzó a vigilar la escalera que llevaba a los techos. Yo andaba asustado por los corredores de mi casa, por las atroces alcobas, me dejaba caer en las sillas, miraba hasta la extenuación el empapelado del comedor -una manzana, un plátano, repetidos hasta el infinito- u hojeaba los álbumes llenos de parientes muertos. Pero mi oído sólo estaba atento a los rumores del techo, donde los últimos días dorados me aguardaban. Y mi amigo en ellos, solitario entre los trastos.
Se abrieron las clases en días aun ardientes. Las ocupaciones del colegio me distrajeron. Pasaba mañanas interminables en mi pupitre, aprendiendo los nombres de los catorce incas y dibujando el mapa del Perú con mis lápices de cera. Me parecían lejanas las vacaciones, ajenas a mí, como leídas en un almanaque viejo.
Una tarde, el patio de recreo se ensombreció, una brisa fría barrió el aire caldeado y pronto la garúa comenzó a resonar sobre las palmeras. Era la primera lluvia de otoño. De inmediato me acordé de mi amigo, lo vi, lo vi jubiloso recibiendo con las manos abiertas esa agua caída del cielo que lavaría su piel, su corazón.
Al llegar a casa estaba resuelto a hacerle una visita. Burlando la vigilancia materna, subí a los techos. A esa hora, bajo ese tiempo gris, todo parecía distinto. En los cordeles, la ropa olvidada se mecía y respiraba en la penumbra, y contra las farolas los maniquís parecían cuerpos mutilados. Yo atravesé, angustiado, mis dominios y a través de barandas y tragaluces llegué a la empalizada. Encaramándome en el perchero, me asomé al otro lado.
Sólo vi un cuadrilátero de tierra humedecida. La sillona, desarmada, reposaba contra el somier oxidado de un catre. Caminé un rato por ese reducto frío, tratando de encontrar una pista, un indicio de su antigua palpitación. Cerca de la sillona había una escupidera de loza. Por la larga farola, en cambio, subía la luz, el rumor de la vida. Asomándome a sus cristales vi el interior de la casa de mi amigo, un corredor de losetas por donde hombres vestidos de luto circulaban pensativos.
Entonces comprendí que la lluvia había llegado demasiado tarde.


FIN