sábado, 13 de junio de 2015

La danza de los millones





"Uno describe un segundo y puede cruzar un cometa,
cuando todo en derredor oscurece,
cuando todo en derredor se cubre de ese manto de noche y la luna es escarcha y azúcar.
Uno describe ese segundo, de la última vida,
el primer nacimiento
 y podemos sentirnos dichosos,
que en medio de tanta tristeza,
surge un sol de alegría o germina una nueva estrella".  RSM



Raúl San Miguel

Escogí el título, provocativo y sugerente, de una época en que solía escuchar (en silencio para evitar lo que ahora llamamos, por sigiloso, un drone manual sobre mi cabeza, digamos cachetada o gasnadrón y todos entenderemos), a los mayores discurrir sobre los temas de la política oscura, esa que se ventilaba como un susurro en la nocturnidad de los hogares, ante lo imposibilidad de tener un televisor como referente de ventana al mundo, más allá de lo que se comentaba dentro de la Isla, solo la radio…
Así crecí…, bajo el temor de que una bomba atómica que cayera sobre el edificio donde vivíamos o nos enviaran a la antigua Unión Soviética para convertirnos en carne rusa enlatada. Mientras veíamos “desaparecer” a mi padre, y regresar completamente barbudo de un corte caña.  Corrían los años 70, y el discurso anunciaba la posibilidad de alcanzar los 10 millones de toneladas de azúcar, la misma que vertía dentro de un tazón de agua con un poco de zumo de limón para refrescar.
Por entonces la bondad competía con la inocencia y, generalmente, podía uno tomarse una tajada de un buen gesto como la mayor riqueza disponible en medio de la uniformidad de los zapatos plásticos, las ropas de corduroi, tan calurosas, el poliéster, y sin problemas nos íbamos a una fiesta de adolescentes con lustrosas botas Centauro. Realmente fuimos ricos en el sentido literal de la palabra.
También tuve la suerte de convertirme en padre y que el primer televisor que traje a mis hijos fuera un Krim-218, de fabricación soviética, capaz de resistir hasta huracanes. Recuerdo, en particular, mi llegada después de una jornada extenuante y los chicos pidiéndome que reparara con urgencia el televisor. Aprendí. Casi me hice técnico a la fuerza. Disponía de piezas de repuesto que fui capaz de colocar en tiempo record: menos de quince minutos y ver la sonrisa de mis fiñes, cuando podían ver los muñequitos en la televisión.
Hace poco observé uno de estos televisores e hice una fotografía. Evocaba, desde su abandono, la danza de los millones de personas que supimos mantenernos unidos, a pesar de bloqueos, amenazas de bombardeos atómicos e invasiones en una Isla, donde crecí sin el temor de perder la escuela, acostarme con la barriga vacía y el sueño cumplido de tocar los senos del Alma Mater, cuando llegue a la Universidad de la Habana.
Hace poco un amigo de la infancia me sugirió que debía escribir esas historias que compartimos: "porque no podemos olvidar...", aseguró. Sonreí. Pensé en la Guerra del Guancomeco y me dije, ¿Por qué no...?

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