Hay
relatos que después de leerlos, traen de golpe oleadas de recuerdos. Así me
ocurrió cuando pasaba por el sitio Puro cuento y algo más. Es este, uno de
ellos, especialmente por esa niñez que también evoco en las lecturas de Italo
Calvino y, ahora, me devuelve el escritor Julio Ramón Ribeyro.
Una
vez más elijo una de las pinturas de mi buen amigo de la infancia, físicamente
desaparecido, Vicente Bonachea.
Julio
Ramón Ribeyro (1929-1994)
A los diez años yo era el monarca de las azoteas y gobernaba pacíficamente mi reino de objetos destruidos.
Las azoteas eran los recintos aéreos donde las personas mayores enviaban las cosas que no servían para nada: se encontraban allí sillas cojas, colchones despanzurrados, maceteros rajados, cocinas de carbón, muchos otros objetos que llevaban una vida purgativa, a medio camino entre el uso póstumo y el olvido. Entre todos estos trastos yo erraba omnipotente, ejerciendo la potestad que me fue negada en los bajos. Podía ahora pintar bigotes en el retrato del abuelo, calzar las viejas botas paternales o blandir como una jabalina la escoba que perdió su paja. Nada me estaba vedado: podía construir y destruir y con la misma libertad con que insuflaba vida a las pelotas de jebe reventadas, presidía la ejecución capital de los maniquíes.
A los diez años yo era el monarca de las azoteas y gobernaba pacíficamente mi reino de objetos destruidos.
Las azoteas eran los recintos aéreos donde las personas mayores enviaban las cosas que no servían para nada: se encontraban allí sillas cojas, colchones despanzurrados, maceteros rajados, cocinas de carbón, muchos otros objetos que llevaban una vida purgativa, a medio camino entre el uso póstumo y el olvido. Entre todos estos trastos yo erraba omnipotente, ejerciendo la potestad que me fue negada en los bajos. Podía ahora pintar bigotes en el retrato del abuelo, calzar las viejas botas paternales o blandir como una jabalina la escoba que perdió su paja. Nada me estaba vedado: podía construir y destruir y con la misma libertad con que insuflaba vida a las pelotas de jebe reventadas, presidía la ejecución capital de los maniquíes.
Mi
reino, al principio, se limitaba al techo de mi casa, pero poco a poco, gracias
a valerosas conquistas, fui extendiendo sus fronteras por las azoteas vecinas.
De estas largas campañas, que no iban sin peligros -pues había que salvar
vallas o saltar corredores abismales- regresaba siempre enriquecido con algún
objeto que se añadía a mi tesoro o con algún rasguño que acrecentaba mi
heroísmo. La presencia esporádica de alguna sirvienta que tendía ropa o de
algún obrero que reparaba una chimenea, no me causaba ninguna inquietud pues yo
estaba afincado soberanamente en una tierra en la cual ellos eran solo nómades
o poblaciones trashumantes.
En
los linderos de mi gobierno, sin embargo, había una zona inexplorada que
siempre despertó mi codicia. Varias veces había llegado hasta sus inmediaciones
pero una alta empalizada de tablas puntiagudas me impedía seguir adelante. Yo
no podía resignarme a que este accidente natural pusiera un límite a mis planes
de expansión.
A
comienzos del verano decidí lanzarme al asalto de la tierra desconocida.
Arrastrando de techo en techo un velador desquiciado y un perchero vetusto,
llegué al borde de la empalizada y construí una alta torre. Encaramándome en
ella, logre pasar la cabeza. Al principio sólo distinguí una azotea
cuadrangular, partida al medio por una larga farola. Pero cuando me disponía a
saltar en esa tierra nueva, divisé a un hombre sentado en una perezosa. El
hombre parecía dormir. Su cabeza caía sobre su hombro y sus ojos, sombreados
por un amplio sombrero de paja, estaban cerrados. Su rostro mostraba una barba
descuidada, crecida casi por distracción, como la barba de los náufragos.
Probablemente
hice algún ruido pues el hombre enderezó la cabeza y quedo mirándome perplejo.
El gesto que hizo con la mano lo interpreté como un signo de desalojo, y dando
un salto me alejé a la carrera.
Durante
los días siguientes pasé el tiempo en mi azotea fortificando sus defensas,
poniendo a buen recaudo mis tesoros, preparándome para lo que yo imaginaba que
sería una guerra sangrienta. Me veía ya invadido por el hombre barbudo;
saqueado, expulsado al atroz mundo de los bajos, donde todo era obediencia,
manteles blancos, tías escrutadoras y despiadadas cortinas. Pero en los techos
reinaba la calma más grande y en vano pasé horas atrincherado, vigilando la
lenta ronda de los gatos o, de vez en cuando, el derrumbe de alguna cometa de
papel.
En
vista de ello decidí efectuar una salida para cerciorarme con qué clase de
enemigo tenía que vérmelas, si se trataba realmente de un usurpador o de algún
fugitivo que pedía tan solo derecho de asilo. Armado hasta los dientes, me
aventuré fuera de mi fortín y poco a poco fui avanzando hacia la empalizada. En
lugar de escalar la torre, contorneé la valla de maderas, buscando un agujero.
Por entre la juntura de dos tablas apliqué el ojo y observé: el hombre seguía
en la perezosa, contemplando sus largas manos trasparentes o lanzando de cuando
en cuando una mirada hacia el cielo, para seguir el paso de las nubes viajeras.
Yo
hubiera pasado toda la mañana allí, entregado con delicia al espionaje, si es
que el hombre, después de girar la cabeza no quedara mirando fijamente el
agujero.
-Pasa
-dijo haciéndome una seña con la mano-. Ya sé que estás allí. Vamos a
conversar.
Esta
invitación, si no equivalía a una rendición incondicional, revelaba al menos el
deseo de parlamentar. Asegurando bien mis armamentos, trepé por el perchero y
salté al otro lado de la empalizada. El hombre me miraba sonriente. Sacando un
pañuelo blanco del bolsillo -¿era un signo de paz?- se enjugó la frente.
-Hace
rato que estas allí -dijo-. Tengo un oído muy fino. Nada se me escapa... ¡Este
calor!
-¿Quién
eres tú? -le pregunté.
-Yo
soy el rey de la azotea -me respondió.
-¡No
puede ser! -protesté- El rey de la azotea soy yo. Todos los techos son míos.
Desde que empezaron las vacaciones paso todo el tiempo en ellos. Si no vine
antes por aquí fue porque estaba muy ocupado por otro sitio.
-No
importa -dijo-. Tú serás el rey durante el día y yo durante la noche.
-No
-respondí-. Yo también reinaré durante la noche. Tengo una linterna. Cuando
todos estén dormidos, caminaré por los techos.
-Está
bien -me dijo-. ¡Reinarás también por la noche! Te regalo las azoteas pero
déjame al menos ser el rey de los gatos.
Su
propuesta me pareció aceptable. Mentalmente lo convertía ya en una especie de
pastor o domador de mis rebaños salvajes.
-Bueno,
te dejo los gatos. Y las gallinas de la casa de al lado, si quieres. Pero todo
lo demás es mío.
-Acordado
-me dijo-. Acércate ahora. Te voy a contar un cuento. Tú tienes cara de persona
que le gustan los cuentos. ¿No es verdad? Escucha, pues: «Había una vez un
hombre que sabía algo. Por esta razón lo colocaron en un púlpito. Después lo
metieron en una cárcel. Después lo internaron en un manicomio. Después lo
encerraron en un hospital. Después lo pusieron en un altar. Después quisieron colgarlo
de una horca. Cansado, el hombre dijo que no sabía nada. Y sólo entonces lo
dejaron en paz».
Al
decir esto, se echó a reír con una risa tan fuerte que terminó por ahogarse. Al
ver que yo lo miraba sin inmutarme, se puso serio.
-No
te ha gustado mi cuento -dijo-. Te voy a contar otro, otro mucho más fácil:
«Había una vez un famoso imitador de circo que se llamaba Max. Con unas alas
falsas y un pico de cartón, salía al ruedo y comenzaba a dar de saltos y a
piar. ¡El avestruz! decía la gente, señalándolo, y se moría de risa. Su
imitación del avestruz lo hizo famoso en todo el mundo. Durante años repitió su
número, haciendo gozar a los niños y a los ancianos. Pero a medida que pasaba
el tiempo, Max se iba volviendo más triste y en el momento de morir llamó a sus
amigos a su cabecera y les dijo: ‘Voy a revelarles un secreto. Nunca he querido
imitar al avestruz, siempre he querido imitar al canario’».
Esta
vez el hombre no rió sino que quedó pensativo, mirándome con sus ojos
indagadores.
-¿Quién
eres tú? -le volví a preguntar- ¿No me habrás engañado? ¿Por qué estás todo el
día sentado aquí? ¿Por qué llevas barba? ¿Tú no trabajas? ¿Eres un vago?
-¡Demasiadas
preguntas! -me respondió, alargando un brazo, con la palma vuelta hacia mí-
Otro día te responderé. Ahora vete, vete por favor. ¿Por qué no regresas
mañana? Mira el sol, es como un ojo… ¿lo ves? Como un ojo irritado. El ojo del
infierno.
Yo
miré hacia lo alto y vi solo un disco furioso que me encegueció. Caminé,
vacilando, hasta la empalizada y cuando la salvaba, distinguí al hombre que se
inclinaba sobre sus rodillas y se cubría la cara con su sombrero de paja.
Al
día siguiente regresé.
-Te
estaba esperando -me dijo el hombre-. Me aburro, he leído ya todos mis libros y
no tengo nada qué hacer.
En
lugar de acercarme a él, que extendía una mano amigable, lancé una mirada
codiciosa hacia un amontonamiento de objetos que se distinguía al otro lado de
la farola. Vi una cama desarmada, una pila de botellas vacías.
-Ah,
ya sé -dijo el hombre-. Tú vienes solamente por los trastos. Puedes llevarte lo
que quieras. Lo que hay en la azotea -añadió con amargura- no sirve para nada.
-No
vengo por los trastos -le respondí-. Tengo bastantes, tengo más que todo el
mundo.
-Entonces
escucha lo que te voy a decir: el verano es un dios que no me quiere. A mí me
gustan las ciudades frías, las que tienen allá arriba una compuerta y dejan
caer sus aguas. Pero en Lima nunca llueve o cae tan pequeño rocío que apenas
mata el polvo. ¿Por qué no inventamos algo para protegernos del sol?
-Una
sombrilla -le dije-, una sombrilla enorme que tape toda la ciudad.
-Eso
es, una sombrilla que tenga un gran mástil, como el de la carpa de un circo y
que pueda desplegarse desde el suelo, con una soga, como se iza una bandera.
Así estaríamos todos para siempre en la sombra. Y no sufriríamos.
Cuando
dijo esto me di cuenta que estaba todo mojado, que la transpiración corría por
sus barbas y humedecía sus manos.
-¿Sabes
por qué estaban tan contentos los portapliegos de la oficina? -me pregunto de
pronto-. Porque les habían dado un uniforme nuevo, con galones. Ellos creían
haber cambiado de destino, cuando sólo se habían mudado de traje.
-¿La
construiremos de tela o de papel? -le pregunté.
El
hombre quedo mirándome sin entenderme.
-¡Ah,
la sombrilla! -exclamó- La haremos mejor de piel, ¿qué te parece? De piel
humana. Cada cual dará una oreja o un dedo. Y al que no quiera dárnoslo, se lo
arrancaremos con una tenaza.
Yo
me eche a reír. El hombre me imitó. Yo me reía de su risa y no tanto de lo que
había imaginado -que le arrancaba a mi profesora la oreja con un alicate-
cuando el hombre se contuvo.
-Es
bueno reír -dijo-, pero siempre sin olvidar algunas cosas: por ejemplo, que
hasta las bocas de los niños se llenarían de larvas y que la casa del maestro
será convertida en cabaret por sus discípulos.
A
partir de entonces iba a visitar todas las mañanas al hombre de la perezosa.
Abandonando mi reserva, comencé a abrumarlo con toda clase de mentiras e invenciones.
Él me escuchaba con atención, me interrumpía sólo para darme crédito y alentaba
con pasión todas mis fantasías. La sombrilla había dejado de preocuparnos y
ahora ideábamos unos zapatos para andar sobre el mar, unos patines para
aligerar la fatiga de las tortugas.
A
pesar de nuestras largas conversaciones, sin embargo, yo sabía poco o nada de
él. Cada vez que lo interrogaba sobre su persona, me daba respuestas
disparatadas u oscuras:
-Ya
te lo he dicho: yo soy el rey de los gatos. ¿Nunca has subido de noche? Si
vienes alguna vez verás cómo me crece un rabo, cómo se afilan mis uñas, cómo se
encienden mis ojos y cómo todos los gatos de los alrededores vienen en
procesión para hacerme reverencias.
O
decía:
-Yo
soy eso, sencillamente, eso y nada más, nunca lo olvides: un trasto.
Otro
día me dijo:
-Yo
soy como ese hombre que después de diez años de muerto resucitó y regresó a su
casa envuelto en su mortaja. Al principio, sus familiares se asustaron y
huyeron de él. Luego se hicieron los que no lo reconocían. Luego lo admitieron
pero haciéndole ver que ya no tenía sitio en la mesa ni lecho donde dormir.
Luego lo expulsaron al jardín, después al camino, después al otro lado de la
ciudad. Pero como el hombre siempre tendía a regresar, todos se pusieron de
acuerdo y lo asesinaron.
A
mediados del verano, el calor se hizo insoportable. El sol derretía el asfalto
de las pistas, donde los saltamontes quedaban atrapados. Por todo sitio se
respiraba brutalidad y pereza. Yo iba por las mañanas a la playa en los tranvías
atestados, llegaba a casa arenoso y famélico y después de almorzar subía a la
azotea para visitar al hombre de la perezosa.
Este
había instalado un parasol al lado de su sillona y se abanicaba con una hoja de
periódico. Sus mejillas se habían ahuecado y, sin su locuacidad de antes,
permanecía silencioso, agrio, lanzando miradas coléricas al cielo.
-¡El
sol, el sol! -repetía-. Pasará él o pasaré yo. ¡Si pudiéramos derribarlo con
una escopeta de corcho!
Una
de esas tardes me recibió muy inquieto. A un lado de su sillona tenía una caja
de cartón. Apenas me vio, extrajo de ella una bolsa con fruta y una botella de
limonada.
-Hoy
es mi santo -dijo-. Vamos a festejarlo. ¿Sabes lo que es tener treinta y tres
años? Conocer de las cosas el nombre, de los países el mapa. Y todo por algo
infinitamente pequeño, tan pequeño -que la uña de mi dedo meñique sería un
mundo a su lado. Pero ¿no decía un escritor famoso que las cosas más pequeñas
son las que más nos atormentan, como, por ejemplo, los botones de la camisa?
Ese
día me estuvo hablando hasta tarde, hasta que el sol de brujas encendió los
cristales de las farolas y crecieron largas sombras detrás de cada ventana
teatina.
Cuando
me retiraba, el hombre me dijo:
-Pronto
terminarán las vacaciones. Entonces, ya no vendrás a verme. Pero no importa,
porque ya habrán llegado las primeras lloviznas.
En
efecto, las vacaciones terminaban. Los muchachos vivíamos ávidamente esos
últimos días calurosos, sintiendo ya en lontananza un olor a tinta, a maestro,
a cuadernos nuevos. Yo andaba oprimido por las azoteas, inspeccionando tanto
espacio conquistado en vano, sabiendo que se iba a pique mi verano, mi nave de
oro cargada de riquezas.
El
hombre de la perezosa parecía consumirse. Bajo su parasol, lo veía cobrizo,
mudo, observando con ansiedad el último asalto del calor, que hacía arder la
torta de los techos.
-¡Todavía
dura! -decía señalando el cielo- ¿No te parece una maldad? Ah, las ciudades
frías, las ventosas. Canícula, palabra fea, palabra que recuerda a un arma, a
un cuchillo.
Al
día siguiente me entregó un libro:
-Lo
leerás cuando no puedas subir. Así te acordarás de tu amigo..., de este largo
verano.
Era
un libro con grabados azules, donde había un personaje que se llamaba Rogelio.
Mi madre lo descubrió en el velador. Yo le dije que me lo había regalado «el
hombre de la perezosa». Ella indagó, averiguó y cogiendo el libro con un papel,
fue corriendo a arrojarlo a la basura.
-¿Por
qué no me habías dicho que hablabas con ese hombre? ¡Ya verás esta noche cuando
venga tu papá! Nunca más subirás a la azotea.
Esa
noche mi papá me dijo:
-Ese
hombre está marcado. Te prohíbo que vuelvas a verlo. Nunca más subirás a la
azotea.
Mi
mamá comenzó a vigilar la escalera que llevaba a los techos. Yo andaba asustado
por los corredores de mi casa, por las atroces alcobas, me dejaba caer en las
sillas, miraba hasta la extenuación el empapelado del comedor -una manzana, un
plátano, repetidos hasta el infinito- u hojeaba los álbumes llenos de parientes
muertos. Pero mi oído sólo estaba atento a los rumores del techo, donde los
últimos días dorados me aguardaban. Y mi amigo en ellos, solitario entre los
trastos.
Se
abrieron las clases en días aun ardientes. Las ocupaciones del colegio me distrajeron.
Pasaba mañanas interminables en mi pupitre, aprendiendo los nombres de los
catorce incas y dibujando el mapa del Perú con mis lápices de cera. Me parecían
lejanas las vacaciones, ajenas a mí, como leídas en un almanaque viejo.
Una
tarde, el patio de recreo se ensombreció, una brisa fría barrió el aire
caldeado y pronto la garúa comenzó a resonar sobre las palmeras. Era la primera
lluvia de otoño. De inmediato me acordé de mi amigo, lo vi, lo vi jubiloso
recibiendo con las manos abiertas esa agua caída del cielo que lavaría su piel,
su corazón.
Al
llegar a casa estaba resuelto a hacerle una visita. Burlando la vigilancia
materna, subí a los techos. A esa hora, bajo ese tiempo gris, todo parecía
distinto. En los cordeles, la ropa olvidada se mecía y respiraba en la
penumbra, y contra las farolas los maniquís parecían cuerpos mutilados. Yo
atravesé, angustiado, mis dominios y a través de barandas y tragaluces llegué a
la empalizada. Encaramándome en el perchero, me asomé al otro lado.
Sólo
vi un cuadrilátero de tierra humedecida. La sillona, desarmada, reposaba contra
el somier oxidado de un catre. Caminé un rato por ese reducto frío, tratando de
encontrar una pista, un indicio de su antigua palpitación. Cerca de la sillona
había una escupidera de loza. Por la larga farola, en cambio, subía la luz, el
rumor de la vida. Asomándome a sus cristales vi el interior de la casa de mi
amigo, un corredor de losetas por donde hombres vestidos de luto circulaban
pensativos.
Entonces
comprendí que la lluvia había llegado demasiado tarde.
FIN
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