Raúl San Miguel
Foto tomada de la Internet
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El buque Semestre en el Mar, regresó a Cuba después de años de prohibición del gobierno de Estados Unidos |
“¿En qué camino crecerá la hierba
por qué hoy no vino alguien a su contienda
qué puente estará roto
por qué una mano no se crispó otro poco?”
por qué hoy no vino alguien a su contienda
qué puente estará roto
por qué una mano no se crispó otro poco?”
(S.R)
“Hoy es
moda cantar desde la izquierda
Todo
aquello que se puede repetir” (RSM)
Recuerdo que, en el invierno del año 1983, un yate de
matrícula norteamericana y procedente del estado de la Florida se accidentó,
frente a las costas del litoral norte de Pinar del Río, a unas cinco millas del
puerto pesquero del poblado Dimas. Se llamaba: Blue Wind. Viajaban cuatro
personas: un joven inglés (quien pagaba el recreo), dos norteamericanos (un
matrimonio): ella, bióloga, cocinaba, él, expiloto de combate y veterano de
Viet Nam, hacía de Capitán de la embarcación turística. El cuarto, un cubano
joven, estudiante del cuarto año de ingeniería naval. Su nombre: Tomás. Sus
padres, abogados, lo habían sacado de Cuba con apenas 7 u 8 años, nos explicó.
Durante más de dos horas luchamos contra un mar fuerza cuatro en una embarcación de 36 pies de eslora para llegar al cabezo rocoso en forma de uve dentro del cual estaban atrapados y a punto de ser destruidos por el empuje de la marejada hacia el arrecife de coral. No había ninguna salida posible que no fuera el envío de unidades de rescate aérea o naval. En tales condiciones atmosféricas resultaba difícil para un guardacostas estadounidense (previa comunicación a las autoridades cubanas) llegar al lugar y evitar el desastre y en consecuencia la búsqueda de los náufragos.
Durante más de dos horas luchamos contra un mar fuerza cuatro en una embarcación de 36 pies de eslora para llegar al cabezo rocoso en forma de uve dentro del cual estaban atrapados y a punto de ser destruidos por el empuje de la marejada hacia el arrecife de coral. No había ninguna salida posible que no fuera el envío de unidades de rescate aérea o naval. En tales condiciones atmosféricas resultaba difícil para un guardacostas estadounidense (previa comunicación a las autoridades cubanas) llegar al lugar y evitar el desastre y en consecuencia la búsqueda de los náufragos.
Sobre la proa observé la nave (…) Días antes había sido testigo de un macabro
encuentro: un pequeño velero, al pairo, dentro del cual todo estaba destrozado (…).
Encontramos la documentación. Los pasaportes de dos adultos (supongo un
matrimonio) y el de un niño. Su bicicleta y zapatos estaban tirados en el
camarote. No pude dormir aquella noche. Imaginaba el terrible final de aquella
familia. También sentí rabia, una rabia incontenida al imaginar el destino de los
tripulantes de aquel bote con pabellón norteamericano.
Cuatro horas después comenzábamos la peligrosa maniobra de auxilio y rescate. Cada vez más el estado del tiempo empeoraba. Pilotear nuestra patrullera era también un riesgo ante la imposibilidad de abordaje. El cable del timón parecía que no soportaría las tensiones. Las olas barrían la cubierta y sofocaban el escape de las toberas en la popa. También podíamos naufragar en el enorme cachumbambé provocado por las embestidas del mar.
Desde el establecimiento pesquero en Dimas, apareció una embarcación tipo Cayo Largo. La maniobra (por pura suerte y habilidades de ambas partes, pudo realizarse. El joven cubano hizo un verdadero giro de tijera con sus piernas, sostenido del mástil y atrapó el cabo que lanzamos. Luego corrió veloz a la proa e hizo el amarre. El norteamericano logró cortar los cabos que apenas los sostenían. Cruzamos por detrás del Cayo Largo y lanzamos la otra cuerda para el remolque del Blue Wind. Fueron momentos agónicos. Ver deslizarse el yate estadounidense nos hizo sentir aliviados. Seguidamente, volvieron las tensiones. ¿Cómo salir de aquel infierno?
Con un enorme esfuerzo logramos trepar sobre una gigantesca ola y colocar el viento en la popa con la proa enfilada hacia el Cabo de San Antonio. Caíamos en la tremenda pendiente. Mirábamos la columna de agua levantada a nuestras espaldas. Todo dependía de la suerte. Si la cresta de la ola estallaba sobre nosotros (…) El motor de nuestra embarcación dejó de responder. Caíamos... Fue un “silencio” largo, hasta que lo escuchamos resoplar, como cansado, y restablecer su pulso vital con un fuerte ronquido al final de la bajada. Ahora subíamos en el lomo de otra ola.
Cuatro horas después comenzábamos la peligrosa maniobra de auxilio y rescate. Cada vez más el estado del tiempo empeoraba. Pilotear nuestra patrullera era también un riesgo ante la imposibilidad de abordaje. El cable del timón parecía que no soportaría las tensiones. Las olas barrían la cubierta y sofocaban el escape de las toberas en la popa. También podíamos naufragar en el enorme cachumbambé provocado por las embestidas del mar.
Desde el establecimiento pesquero en Dimas, apareció una embarcación tipo Cayo Largo. La maniobra (por pura suerte y habilidades de ambas partes, pudo realizarse. El joven cubano hizo un verdadero giro de tijera con sus piernas, sostenido del mástil y atrapó el cabo que lanzamos. Luego corrió veloz a la proa e hizo el amarre. El norteamericano logró cortar los cabos que apenas los sostenían. Cruzamos por detrás del Cayo Largo y lanzamos la otra cuerda para el remolque del Blue Wind. Fueron momentos agónicos. Ver deslizarse el yate estadounidense nos hizo sentir aliviados. Seguidamente, volvieron las tensiones. ¿Cómo salir de aquel infierno?
Con un enorme esfuerzo logramos trepar sobre una gigantesca ola y colocar el viento en la popa con la proa enfilada hacia el Cabo de San Antonio. Caíamos en la tremenda pendiente. Mirábamos la columna de agua levantada a nuestras espaldas. Todo dependía de la suerte. Si la cresta de la ola estallaba sobre nosotros (…) El motor de nuestra embarcación dejó de responder. Caíamos... Fue un “silencio” largo, hasta que lo escuchamos resoplar, como cansado, y restablecer su pulso vital con un fuerte ronquido al final de la bajada. Ahora subíamos en el lomo de otra ola.
Vivir aquellos momentos quizás nos hizo envejecer algunos
años. Delante el Blue Wind parecía una gacela detrás de su protector el Cayo
Largo pesquero.
Al atardecer llegamos al puerto de Arroyos de Mantua. Nuestra embarcación mostraba el impacto de las olas. Por entonces desconocía que un metro cúbico de agua provoca la energía (de golpe) de una tonelada.
Al atardecer llegamos al puerto de Arroyos de Mantua. Nuestra embarcación mostraba el impacto de las olas. Por entonces desconocía que un metro cúbico de agua provoca la energía (de golpe) de una tonelada.
Compartimos nuestros víveres con los tripulantes del yate
de recreo. Lo hicimos en silencio. Ellos trajeron algunos refrescos. Nosotros
la comida caliente y pescado fresco que nos proveyeron los pescadores. Por un
momento parecíamos una familia. Ellos durmieron. Nosotros cuidamos el sueño. El
siguiente amanecer fue hermoso. Aún lo recuerdo y me estremezco por tanta
belleza.
Conversamos, por primera vez. El veterano de guerra,
reconoció con dolor y vergüenza su participación en incursiones aéreas sobre
Viet Nam. Aseguró que ningún otro ejército haría lo que nosotros por salvar sus
vidas en aquel temporal. Mucho menos expondría a jóvenes como nosotros, dijo. Por
supuesto, era su opinión. Escuchamos en silencio.
Tomás estaba contento. Había vuelto a ver a Cuba. Considero que, más bien, había vuelto a nacer en su Patria. La bióloga sonreía. Había sido invitada a visitar una escuela rural de la comunidad pesquera, mientras era reparado el Blue Wind. El joven inglés no paraba de hacer chistes (con el sutil acento británico). Fuimos, por unas horas, una familia. El veterano de la guerra, en función de capitán del velero, dijo que nada podía decir nada de aquella aventura a su regreso a Estados Unidos. Entendimos que se trataba de contarlo a la prensa. El servicio de Guardacostas norteamericano había sido, previamente informado, de todos los detalles como corresponde en la ley marítima internacional.
Tomás estaba contento. Había vuelto a ver a Cuba. Considero que, más bien, había vuelto a nacer en su Patria. La bióloga sonreía. Había sido invitada a visitar una escuela rural de la comunidad pesquera, mientras era reparado el Blue Wind. El joven inglés no paraba de hacer chistes (con el sutil acento británico). Fuimos, por unas horas, una familia. El veterano de la guerra, en función de capitán del velero, dijo que nada podía decir nada de aquella aventura a su regreso a Estados Unidos. Entendimos que se trataba de contarlo a la prensa. El servicio de Guardacostas norteamericano había sido, previamente informado, de todos los detalles como corresponde en la ley marítima internacional.
Las leyes norteamericanas para bloquear a Cuba, impedían
que lo hiciera sin ser sancionado. Mi participación en rescates de este tipo,
se sucedieron mientras estuve en servicio. Sé que antes otros lo hicieron, que
otros continúan. Hombres y mujeres que cumplen su compromiso con la Patria en
el mayor anonimato. Conscientes de que en todos estos años, muchos compañeros
han muerto para salvar, también, a ciudadanos norteamericanos.
Sé que hay caminos sin puentes. Lo ha demostrado la voluntad de mi pueblo para colaborar con cualquier otra nación del mundo. Siento orgullo de haberme forjado como revolucionario cubano, mientras dentro del gobierno de Estados Unidos, persisten las presiones para condicionar el establecimiento de relaciones diplomáticas que dejen intacto el bloqueo y todas las legislaciones genocidas incluidas en leyes extraterritoriales que continúan cobrando vidas de cubanos necesitados de medicamentos para la lucha contra enfermedades como el cáncer.
Cuba no anda de pedigueña, sino de hermana, como expresó nuestro José Martí.
Cuba no anda de pedigueña, sino de hermana, como expresó nuestro José Martí.
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