domingo, 22 de febrero de 2015

El abrazo de los dioses (fragmento)




(Versión del relato: Después de la muerte)

Raúl San Miguel

Foto: Óleo de Vicente Bonachea


 
“...Prometeo está encadenado a una roca. 
Zeus le observa con detenimiento y se acerca. 
La escena es lúgubre. 
Al fondo se ve el mar y un cielo plomizo”. 
(Prometeo, versión de RSM, guión para opereta)


Nadie sabe que hay después de la muerte porque nadie había regresado para contarlo. Los más que habían llegado hasta el umbral referían la entrada a una especie de túnel donde (al final) se observa una radiante luz. Tal afirmación solo refuerza el sentido de una existencia eterna y lejos de la forma corpórea que nos permite sostener la carne y la sangre sobre los huesos. Por su puesto, jamás creí en esas tonterías de fantasmas y personas que regresaban porque no aceptaban su vida en el más allá, se quedaban en tránsito entre los dos mundos o por otros motivos pendientes, digamos personales. En todo caso prefería considerar la transformación de la energía como la única justificación posible ante las supuestas visiones etéreas. Así pensaba mientras no había sido llamado o mejor, ¿por qué no?  Me ofrecieron la oportunidad de realizar la definitiva incursión en el mundo de los difuntos. Por supuesto, no acepté. De ningún modo espero crear una expectativa en quien lee estas líneas. Tampoco este testimonio podría tener sentido a menos si no explico en detalles el suceso tan extraordinario que me llevó desde el cuerpo de guardia del hospital donde laboraba como médico forense hasta la morgue del Instituto de Medicina Legal, la lluviosa noche de un lunes de junio, el día marcado para que un ómnibus con el número 1431 me hiciera volar por los aires hasta el otro lado de la vía, justo cuando la ambulancia con el número 1560 regresaba después de trasladar a dos personas: un hombre y una mujer que yo había certificado difuntos. Se trataba de Vladimir D. e Isabel B., una pareja cuyos cuerpos fueron abandonados entre los arbustos de una zona poco concurrida del Parque Metropolitano de La Habana y que el equipo de paramédicos recogió _después de las pesquisas realizadas por los detectives forenses. Una hora antes le había extendido el documento que los declaraba muertos. Incluso bromeaba con los paramédicos por la brevedad del trayecto que los conduciría hasta el otro lado de la calle, una vez realizados los trámites de rigor, y engavetados en un local refrigerado del “Instituto que denominábamos: “de última voluntad” para que fueran realizadas las diligencias correspondientes hasta encontrar un pariente o familiar dispuesto al reconocimiento y, por consiguiente para cumplir con los trámites funerarios.  Lo extraño es que una media hora después era yo quien estaba tendido, precisamente,  junto a la fatal pareja. Sin embargo, no apareció frente a mis ojos ningún túnel oscuro con una luz al final. No podría siquiera recordar que ocurrió los segundos posteriores al violento impacto que sufrí y permanecí en el aire antes de caer. Por supuesto, no podía hablar ni mover un músculo. Debía sentir dolor, pero La precisión de estos datos, el lector, la agradecerá más adelante. Prefiero concentrarme en lo que sucedió cuando estuve junto a Vladimir e Isabel. Primero se levantaron de sus camillas, miraron en derredor sin dar mucha importancia al lugar y, salvo ella que alisó un poco sus cabellos, el joven me revisó curiosamente y sonrió (supongo) cuando recordó que observaba al médico que les había recibido en el hospital y declarado difuntos. ¿Coincidencias? No creo en las casualidades de este tipo. Siempre tuve bien claro, como establece la dialéctica, que existen las "casualidades" y las causalidades. La primera no existe, la denominamos cuando la circunstancia o el hecho que se produce, de manera natural (por definirlo de alguna manera) nos sorprende. En el caso de las segundas, las verdaderas, se establecen como el resultado de una consecuencia directa, dialéctica natural,  inducida por el hombre o las circunstancias. En este caso la causalidad me colocó en el momento que fueron reportados a mi guardia médica los cuerpos de Vladimir e Isabel. Esa causalidad, como supe más tarde por ellos mismos (al igual que su nombre), resultó tangible a partir de la pequeña incisión que realicé en el cuerpo de Vladimir y, por un error lamentable, el bisturí se corrió y penetró el latex dentro de mi piel, provocando -al principio, una rara sensación de recuerdos desconocidos. Desliz que oculté debido al temor de alertar sobre un posible contagio con una enfermedad transmisible; pero sobre todo porque el corte practicado sobre el cuerpo del joven no tenía otro sentido que satisfacer mi curiosidad médica, ¿Me explico…? (...)
De acuerdo con las características del lugar donde fueron encontrados, Vladimir e Isabel, habrían muerto cuatro horas antes de ser encontrados. Sin embargo, ambos no mostraban el rigor mortis característico del tiempo calculado por los forenses. Incluso, puedo asegurar que fue un impulso incontenible lo que despertó mi curiosidad. Pero le sentí estremecerse justo al momento de hundir la filosa hoja. La sensación de temor que me invadió fue indescriptible. Contaminarse con la sangre de un cadáver no estaba en mis pronósticos, aún cuando el riesgo de nuestra profesión implica enfrentar un problema semejante. De hecho, en el caso que describo, no tenía por qué emplear tal instrumento quirúrgico. Por supuesto, guardé silencio ante mi temeraria acción y envié una muestra de la sangre del occiso al laboratorio. Mi prestigio profesional estaba en juego, también las ocasionales relaciones con la parte más sobresaliente (…). El hecho fue que Vladimir, al examinarme, llevó mi mano a su boca y chupó en el lugar donde tenía la herida. Lo que experimenté resultó extraño: primero por aceptar, en mi subconsciente que fuera posible acceder al deseo de un difunto. Segundo por la sensación de bienestar que me produjo la succión. Tercero, aunque no tenía previsto contarlo: conocía el lugar  y eso significaba que estaba muerto.
(...)


Nota: A Malcolm X, el Rojo de Detroit, quien marcó profundamente mi pensamiento ideológico en la adolescencia. Una referencia necesaria en mi formación intelectual.