(Versión del relato: Después de la muerte)
Raúl San Miguel
Foto: Óleo de Vicente Bonachea
“...Prometeo está
encadenado a una roca.
Zeus le observa con detenimiento y se acerca.
La escena
es lúgubre.
Al fondo se ve el mar y un cielo plomizo”.
(Prometeo, versión de
RSM, guión para opereta)
Nadie sabe que hay después de la muerte porque nadie había
regresado para contarlo. Los más que habían llegado hasta el umbral referían la
entrada a una especie de túnel donde (al final) se observa una radiante luz.
Tal afirmación solo refuerza el sentido de una existencia eterna y lejos de la
forma corpórea que nos permite sostener la carne y la sangre sobre los huesos. Por
su puesto, jamás creí en esas tonterías de fantasmas y personas que regresaban
porque no aceptaban su vida en el más allá, se quedaban en tránsito entre los
dos mundos o por otros motivos pendientes, digamos personales. En todo caso
prefería considerar la transformación de la energía como la única justificación
posible ante las supuestas visiones etéreas. Así pensaba mientras no había sido
llamado o mejor, ¿por qué no? Me
ofrecieron la oportunidad de realizar la definitiva incursión en el mundo de
los difuntos. Por supuesto, no acepté. De ningún modo espero crear una
expectativa en quien lee estas líneas. Tampoco este testimonio podría tener
sentido a menos si no explico en detalles el suceso tan extraordinario que me
llevó desde el cuerpo de guardia del hospital donde laboraba como médico
forense hasta la morgue del Instituto de Medicina Legal, la lluviosa noche de
un lunes de junio, el día marcado para que un ómnibus con el número 1431 me
hiciera volar por los aires hasta el otro lado de la vía, justo cuando la
ambulancia con el número 1560 regresaba después de trasladar a dos personas: un
hombre y una mujer que yo había certificado difuntos. Se trataba de Vladimir D.
e Isabel B., una pareja cuyos cuerpos fueron abandonados entre los arbustos de
una zona poco concurrida del Parque Metropolitano de La Habana y que el equipo
de paramédicos recogió _después de las pesquisas realizadas por los detectives
forenses. Una hora antes le había extendido el documento que los declaraba
muertos. Incluso bromeaba con los paramédicos por la brevedad del trayecto que
los conduciría hasta el otro lado de la calle, una vez realizados los trámites
de rigor, y engavetados en un local refrigerado del “Instituto que
denominábamos: “de última voluntad” para que fueran realizadas las diligencias
correspondientes hasta encontrar un pariente o familiar dispuesto al reconocimiento
y, por consiguiente para cumplir con los trámites funerarios. Lo extraño es que una media hora después era yo
quien estaba tendido, precisamente, junto a la fatal pareja. Sin embargo, no
apareció frente a mis ojos ningún túnel oscuro con una luz al final. No podría
siquiera recordar que ocurrió los segundos posteriores al violento impacto que
sufrí y permanecí en el aire antes de caer. Por supuesto, no podía hablar ni
mover un músculo. Debía sentir dolor, pero La precisión de estos datos, el lector,
la agradecerá más adelante. Prefiero concentrarme en lo que sucedió cuando
estuve junto a Vladimir e Isabel. Primero se levantaron de sus camillas,
miraron en derredor sin dar mucha importancia al lugar y, salvo ella que alisó
un poco sus cabellos, el joven me revisó curiosamente y sonrió (supongo) cuando
recordó que observaba al médico que les había recibido en el hospital y
declarado difuntos. ¿Coincidencias? No creo en las casualidades de este tipo.
Siempre tuve bien claro, como establece la dialéctica, que existen las
"casualidades" y las causalidades. La primera no existe, la denominamos cuando la circunstancia o el hecho que se produce, de manera natural (por definirlo de alguna manera) nos sorprende. En el caso de las segundas, las verdaderas, se establecen como
el resultado de una consecuencia directa, dialéctica natural, inducida por el hombre o las circunstancias. En este
caso la causalidad me colocó en el momento que fueron reportados a mi guardia
médica los cuerpos de Vladimir e Isabel. Esa causalidad, como supe más tarde por
ellos mismos (al igual que su nombre), resultó tangible a partir de la pequeña incisión que
realicé en el cuerpo de Vladimir y, por un error lamentable, el bisturí se
corrió y penetró el latex dentro de mi piel, provocando -al principio, una rara sensación de recuerdos desconocidos. Desliz que oculté debido al
temor de alertar sobre un posible contagio con una enfermedad transmisible;
pero sobre todo porque el corte practicado sobre el cuerpo del joven no tenía
otro sentido que satisfacer mi curiosidad médica, ¿Me explico…? (...)
De acuerdo con las características del lugar donde fueron encontrados, Vladimir e Isabel, habrían muerto cuatro horas antes de ser encontrados. Sin embargo, ambos no mostraban el rigor mortis característico del tiempo calculado por los forenses. Incluso, puedo asegurar que fue un impulso incontenible lo que despertó mi curiosidad. Pero le sentí estremecerse justo al momento de hundir la filosa hoja. La sensación de temor que me invadió fue indescriptible. Contaminarse con la sangre de un cadáver no estaba en mis pronósticos, aún cuando el riesgo de nuestra profesión implica enfrentar un problema semejante. De hecho, en el caso que describo, no tenía por qué emplear tal instrumento quirúrgico. Por supuesto, guardé silencio ante mi temeraria acción y envié una muestra de la sangre del occiso al laboratorio. Mi prestigio profesional estaba en juego, también las ocasionales relaciones con la parte más sobresaliente (…). El hecho fue que Vladimir, al examinarme, llevó mi mano a su boca y chupó en el lugar donde tenía la herida. Lo que experimenté resultó extraño: primero por aceptar, en mi subconsciente que fuera posible acceder al deseo de un difunto. Segundo por la sensación de bienestar que me produjo la succión. Tercero, aunque no tenía previsto contarlo: conocía el lugar y eso significaba que estaba muerto.
De acuerdo con las características del lugar donde fueron encontrados, Vladimir e Isabel, habrían muerto cuatro horas antes de ser encontrados. Sin embargo, ambos no mostraban el rigor mortis característico del tiempo calculado por los forenses. Incluso, puedo asegurar que fue un impulso incontenible lo que despertó mi curiosidad. Pero le sentí estremecerse justo al momento de hundir la filosa hoja. La sensación de temor que me invadió fue indescriptible. Contaminarse con la sangre de un cadáver no estaba en mis pronósticos, aún cuando el riesgo de nuestra profesión implica enfrentar un problema semejante. De hecho, en el caso que describo, no tenía por qué emplear tal instrumento quirúrgico. Por supuesto, guardé silencio ante mi temeraria acción y envié una muestra de la sangre del occiso al laboratorio. Mi prestigio profesional estaba en juego, también las ocasionales relaciones con la parte más sobresaliente (…). El hecho fue que Vladimir, al examinarme, llevó mi mano a su boca y chupó en el lugar donde tenía la herida. Lo que experimenté resultó extraño: primero por aceptar, en mi subconsciente que fuera posible acceder al deseo de un difunto. Segundo por la sensación de bienestar que me produjo la succión. Tercero, aunque no tenía previsto contarlo: conocía el lugar y eso significaba que estaba muerto.
(...)
Nota: A Malcolm X, el Rojo de Detroit, quien marcó profundamente mi pensamiento ideológico en la adolescencia. Una referencia necesaria en mi formación intelectual.
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