sábado, 13 de junio de 2015

La guerra del Guancomeco





Raúl San Miguel

Óleo de Vicente Bonachea (el amigo del barrio y la infancia)



A mis amigos,
a Lucio quien me hizo retomar esta breve historia prometida

“Pero cuando haga daño
aunque inocente
corre hacia mi blandiendo el pecho abierto
(…)
sea amigo manantial en mi desierto
que yo sabré recompensar tu acierto
con mayor amistad para la gente ” (S.R)

La humedad relativa de aquel mediodía pesaba sobre el aire y caía sobre los cuerpos agazapados absorbiendo toda la energía y generando un vapor insoportable de quienes permanecíamos sudorosos y sedientos entre las hierbas. Esperar se hacía difícil por el calor y el escozor producido por las picadas de los insectos, pero éramos “soldados” y el valor estaba en juego o mejor dicho nos podía sacar del juego, de aquel peligroso juego que iniciamos contra los del barrio Guancomeco.
¿Cómo se inició el conflicto? No lo recuerdo. Sí que llegamos al aserradero que se ubicaba en aquel barrio que se incendió en más de una ocasión. Nos unían muchos lazos comunes: la escuela a la cual acudíamos, la vecindad de las familias, el cine de matinées en los domingos, pero desconocíamos lo de las rivalidades de los adolescentes de ambos grupos por las muchachitas del barrio. Así que soldados debíamos esperar, allí, con nuestros arcos y flechas construidos con los recortes de la madera del aserradero.
En la reunión habían discutido si poner puntillas a las flechas o mechas que pudieran ser incendiadas, pero la idea (no sé de quién) fue desechada porque podría salir alguien herido. ¿Entonces qué sentido tenía estar en aquella guerra? Nos preguntábamos los soldados, ya agotados y aburridos de esperar entre las hierbas, dispuestos a lanzar nuestras flechas o retirarnos a la casa y dejar la guerra para otro día, quizá cuando los más grandes olvidaran sus problemas.
También podíamos ser emboscados y descubiertos por los soldados contrarios y exigirían un rescate que, tal vez, olvidarían los más grandes, de modo que estaríamos abandonados a nuestra mala suerte y nos harían hablar con solo presionar un poco sobre nuestros cuerpos despuntando apenas en flácidos músculos que harían reír a una hormiga. ¿Y qué podríamos hacer? Nada, porque nada sabíamos de aquella guerra, ni cómo comenzó, solo que andábamos armados de nuestras flechas y esperábamos entre las hierbas, mientras los insectos picaban nuestra piel y el sol comenzaba a hacer estragos en la tropa. Así permanecí, creo que estuve, en algún momento dormido, hasta que la noche se extendió sobre nosotros y las primeras luces del Guancomeco, anunciaban que nuestros contrarios podrían estar en sus casas, sin saber que sus enemigos compartirían, al día siguiente, un pupitre de la misma escuela.


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