Raúl
San Miguel
Óleo de
Vicente Bonachea (el amigo del barrio y la infancia)
A mis
amigos,
a Lucio
quien me hizo retomar esta breve historia prometida
“Pero cuando haga daño
aunque inocente
corre hacia mi blandiendo el pecho abierto
(…)
sea amigo manantial en mi desierto
que yo sabré recompensar tu acierto
con mayor amistad para la gente ” (S.R)
aunque inocente
corre hacia mi blandiendo el pecho abierto
(…)
sea amigo manantial en mi desierto
que yo sabré recompensar tu acierto
con mayor amistad para la gente ” (S.R)
La
humedad relativa de aquel mediodía pesaba sobre el aire y caía sobre los
cuerpos agazapados absorbiendo toda la energía y generando un vapor
insoportable de quienes permanecíamos sudorosos y sedientos entre las hierbas. Esperar
se hacía difícil por el calor y el escozor producido por las picadas de los
insectos, pero éramos “soldados” y el valor estaba en juego o mejor dicho nos
podía sacar del juego, de aquel peligroso juego que iniciamos contra los del
barrio Guancomeco.
¿Cómo
se inició el conflicto? No lo recuerdo. Sí que llegamos al aserradero que se
ubicaba en aquel barrio que se incendió en más de una ocasión. Nos unían muchos
lazos comunes: la escuela a la cual acudíamos, la vecindad de las familias, el
cine de matinées en los domingos, pero desconocíamos lo de las rivalidades de
los adolescentes de ambos grupos por las muchachitas del barrio. Así que
soldados debíamos esperar, allí, con nuestros arcos y flechas construidos con
los recortes de la madera del aserradero.
En la
reunión habían discutido si poner puntillas a las flechas o mechas que pudieran
ser incendiadas, pero la idea (no sé de quién) fue desechada porque podría
salir alguien herido. ¿Entonces qué sentido tenía estar en aquella guerra? Nos
preguntábamos los soldados, ya agotados y aburridos de esperar entre las
hierbas, dispuestos a lanzar nuestras flechas o retirarnos a la casa y dejar la
guerra para otro día, quizá cuando los más grandes olvidaran sus problemas.
También
podíamos ser emboscados y descubiertos por los soldados contrarios y exigirían
un rescate que, tal vez, olvidarían los más grandes, de modo que estaríamos abandonados
a nuestra mala suerte y nos harían hablar con solo presionar un poco sobre
nuestros cuerpos despuntando apenas en flácidos músculos que harían reír a una
hormiga. ¿Y qué podríamos hacer? Nada, porque nada sabíamos de aquella guerra,
ni cómo comenzó, solo que andábamos armados de nuestras flechas y esperábamos
entre las hierbas, mientras los insectos picaban nuestra piel y el sol
comenzaba a hacer estragos en la tropa. Así permanecí, creo que estuve, en algún
momento dormido, hasta que la noche se extendió sobre nosotros y las primeras
luces del Guancomeco, anunciaban que nuestros contrarios podrían estar en sus
casas, sin saber que sus enemigos compartirían, al día siguiente, un pupitre de
la misma escuela.
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