Raúl
San Miguel
“Muéreme
sin los recuerdos, (...)
Sin
el dolor de los días vividos o muertos”. RSM
La
noche parecía un enorme trozo de hielo que se advertía en el contacto gélido con
las partes descubiertas de su cuerpo. Se detuvo frente al cajero automático y
contempló la pantalla con un pensamiento que le dio vueltas todo el día en una
extraña, por conocida, palabra: Abracadabra. Sonrió con un mohín de tristeza y
sintió pena por la forma en que sus intestinos murmuraban bajo su escuálido
vientre. Detenido allí, parecía como si observara en un escaparate el más
exquisito de los manjares. Entonces también percibió el miedo en una racha de
viento que se incrustó en su nariz y la barba en una finísima escarcha que le
hizo envejecer casi dos siglos. Pero el miedo no venía del hambre, sino de la
imposibilidad de dar un paso y evitar que la policía le descubriera los huesos
con un disparo sospechoso y desapareciera el resto de su anatomía en algún
lugar donde jamás pudieran hallarlo. Peor, pensó, nadie lo buscaría, porque
hacía mucho tiempo había dejado de ser ni siquiera importante para alguien.
Nada en particular, masculló; incluso se burló de aquel filosófico y hambruno
pensamiento justo cuando volvió a irrumpir en su boca la impertinente palabra y
ni siquiera pudo atraparla al verla
disparada contra el cajero automático. En la pantalla se inició la secuencia de
comprobación numérica de una extraordinaria cuenta y varios billetes, olorosos
y nuevos se alinearon uno sobre el otro. ¡Funcionaba!
Llenó
todos sus contrahehos bolsillos..., dentro de la camisa…, pegados a la piel y,
la palabra mágica volvió a su boca, se escurrió en la garganta y estremeció el
tórax, como si fuera un electrochoque. Se alejó con el botín hasta el primer
lugar donde, ante la indiferencia de todos, pudo saciar el hambre.
Esa
noche durmió feliz y en cama tibia después de pensar qué hacer con la palabra
que aun percibía bien resguardada en algún lugar de su laringe por el
cosquilleo que le producía. Durmió y despertó más dichoso aún. Dispuesto a
resguardar su tesoro, pero antes comprobó que tenía suficiente para varias
jornadas de frugal divertimento en alguna fonda o quizá en un restaurante de
lujo, salvo…, las ropas. Pero también advirtió que disponía de capital
suficiente para colocarse algo limpio y nuevo, así que no lo pensó. Cruzó la
avenida, entró a una de las tiendas, luego a la barbería y, realmente,
resultaba: su aspecto externo cambió, era el de una persona diferente a la que
fuera la noche anterior.
Fue
entonces que descubrió el poder absoluto de aquella palabra que le poseía y se
decidió volver al cajero automático. Con un par de vueltas en ida y retorno, su
capital creció como lo hacen las horas y los años e hizo desaparecer totalmente
el semblante del hombre que había sido dos días atrás. Durmió feliz y soñó
incluso, con más…
Durante
lustros fue totalmente feliz, comía, vestía, dormía y, aunque no hablaba ni
conocía a nadie, paseaba en autos lujosos y ni siquiera el tedio de algunos
programas de la televisión, ni las peores noticias de la Internet, podían
perturbarlo. Solo pensaba o musitaba: Abracadabra y todos los males
desaparecían como si jamás hubieran existido, incluso podía hacer compras en el
ciberespacio. Así meditaba cuando sintió el golpe abrir una roja brecha en su
pecho, para entonces el corazón se había detenido y vio caer la palabra en la
escarcha, teñida de rojo, frente al cajero automático indiferente con la
pantalla inconmovible, observando su
rostro congelado por el frío de la madrugada.
Óleo de
Vicente Bonachea
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