miércoles, 16 de marzo de 2011

Los límites del control



Raúl San Miguel

Foto: Samuel Ponce

Una hormiga resbaló sobre la viga de un rascacielos en construcción y, mientras caía, se le ocurrió pensar en cómo habría sido todo sin sufrir todo aquel percance que le hizo precipitarse al vacío. Entonces, reflexionó en la lectura que le llevó a descubrir en un texto de Michael Foucault y pensó que si bien la realidad es una infinita gama de grises, en ocasiones es necesaria presentarla en términos de blanco y negro, presentando, de una forma nítida los puntos de tensión en conflicto. Pero recordó que Foucault era un personaje ciertamente poliédrico: activista político, historiador (de la locura, de la clínica, de la prisión, de la sexualidad), un arqueólogo del saber, un analista del discurso, de las relaciones de poder, psicólogo (de la genealogía de la subjetividad), filósofo de la modernidad, de la postmodernidad, estructuralista y posestructuralista, del poder y del sujeto. Pero, no podía entender los misterios que vislumbró Foucault, a quien conoció (por casualidad, mientras buscaba residuos del desayuno sobre la mesa de un estudiante). Caía. Así, durante una hora, repasó su vida anterior, mientras caía y llegó a una conclusión: “Quizá no fue una buena idea subir a tal altura”. En realidad había tardado días en llegar a ese nivel. Una expedición arriesgada, incluso hasta para una hormiga. Así, pues, buscó una salida y evocó un texto relacionado con la Ley de la gravitación universal y recordó que “Todo objeto en el universo que posea masa ejerce una atracción gravitatoria sobre cualquier otro objeto con masa, aún si están separados por una gran distancia. De alguna manera se comportaba como un objeto, caía. De esta manera comprendió que según el peso de su masa corporal sería atraída con mayor rapidez, pero también dependía de que cuanto más cerca se encuentren entre sí (del suelo), mayor será esa fuerza también, según una ley de la inversa del cuadrado. Pero estaba muy lejos. Caía, y en el descenso analizaba que podía resolver el asunto de su estrellamiento al expresar lo expresar lo anterior en una ecuación o ley diciendo que «la fuerza que ejerce un objeto con masa m1 sobre otro con masa m2 es directamente proporcional al producto de ambas masas, e inversamente proporcional al cuadrado de la distancia que los separa», es decir:



Pero caía, además, apenas notaba que caía. ¿Habría desaparecido para ella la ley de la gravedad? Ni siquiera podía imaginar cómo sería su aplastante llegada. Pero nada podría hacer, nada sabía de matemáticas aplicadas a la física y tampoco esto podría impedir que se cumpliera lo que ocurrió en el momento que resbalara sobre la viga del rascacielos en construcción. Definitivamente moriría, justo lo pensaba cuando se le ocurrió acudir a Sigmund Freud. Emplearía la hipnosis para evitar que aparecieran los síntomas patológicos que la definían como una hormiga neurótica, miope, alérgica y el ombligo del mundo. Descartó la idea. Si iba a estrellarse, lo haría con dignidad. No, en realidad se había equivocado al pensar en Freud. Mientras caía, alguien le gritó, desde el interior de su pensamiento sobre Jean Martín Charcot, quien propuso una equiparación entre el estado hipnótico y el estado histérico traumático. A fin de cuenta se politraumatizaría hasta morir cuando llegara al suelo. En el accidente traumático, el trauma opera naturalmente de un modo análogo a como lo hace el mandato del hipnotizador en la situación artificial de la hipnosis. O sea: la histeria traumática es como una autohipnosis espontánea y la hipnosis es como un pequeño trauma reproducido artificialmente. Pero, ¡Eureka!, para Charcot, la hipnosis sólo es posible en histéricos ya que no todos los sujetos son hipnotizables. A fin de cuentas caía y lo hacía dulcemente, sin histeria. Pero la novedad que trae Charcot no es la noción misma de trauma (que es anterior) sino el modo de explicarlo, en la medida en que destaca el papel que cumplen las representaciones que el sujeto se hace de la situación.Habían pasado horas y la hormiga pensaba, en medio de su densa soledad y caía. Fue entonces que miró en derredor y comprendió que la noche comenzaba a extenderse en derredor. No podía precisar la hora exacta de la puesta de sol, nunca había reparado en ese detalle. Ni por qué palidecía el poniente con esos destellos hermosos. Caía. Así, en ese extraño vuelo continuó su viaje hacia la tierra. Una noche larga y fría. Caía. Habían pasado más horas en medio de aquella incertidumbre de la madrugada helada y oscura. La mañana la descubrió dormida. Caía. La brisa matutina tenía la fragancia de las margaritas, sintió sobre su diminuto cuerpo los primeros rayos del sol. Aún no había muerto, no se había estrellado, solamente caía en un largo viaje hacia la tierra. Y pensó: ¿Por qué no disfrutar de tan bello paisaje antes de la muerte? No recordó ningún pasaje épico que le permitiera citar la frase de un héroe a punto de morir. Solo la dedicatoria en un libro de un anarquista llamado Severino. No sabía por qué solo recordaba la dedicatoria y fue, entonces, que no creyó que sobre su cuerpo podría cumplirse ninguna ley de gravitación universal, ni Freud, ni Foucault tenían la respuesta. Recordó que había subido al rascacielos por amor, porque, al ser una hormiga, un ser diminuto y pequeño, no podía excluirse de su amor por otra hormiga hembra. Y recordó el momento en que comenzó a escalar las vigas de acero y antes recitó de memoria a su amada hormiga, antes de viajar a buscarle una estrella. Sonrió feliz, había encontrado una forma de recordar, de morir, la había escuchado en un parque, en la voz de un ser humano de apellido Sabines y escribió su legado sobre su pecho de hormiga: “No es que muera de amor, muero de ti amor, de amor de ti, de urgencia mía de mi piel de ti de mi alma de ti y de mi boca y de lo insoportable que yo soy sin ti. Muero de ti y de mí. Nos morimos entre los dos, ahora, separados del uno al otro, cayéndonos en múltiples estatuas en gestos que no vemos en nuestras manos que nos necesitan, nos morimos amor, muero en tu vientre que no muerdo ni beso, en tus muslos dulcísimos y vivos, muero de máscaras, de triángulos oscuros incesantes. Me muero de mi cuerpo y nuestro cuerpo, de nuestra muerte amor, muero y morimos. Nos morimos amor y nada hacemos sino morirnos más horas tras horas y escribirnos, hablarnos y morirnos".

La Habana, 16 de marzo de 2011.

1 comentario:

  1. SENCILLAMENTE EXCELENTE.....MUY PERO MUY CREATIVO!! (SOLO LA ACLARACION PRIVADA DE SIGMUND FREUD....QUE AHORA COMPRENDI QUE ERA NECESARIA)

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