¿Quién mató a Rodofo Waslh?
Raúl San Miguel
Fotos de la Internet.
Óleo de Oswaldo Guayasamín
Óleo de Oswaldo Guayasamín
Leí el reporte en el perfil de un amigo en Facebook, la
acción fascista contra un monumento dedicado a Rodolfo Walsh, en Argentina. No
voy a contar la historia de un hombre donde la dimensión de su
pensamiento político trasciende fronteras épicas y se ha vuelto eterno e
inmortal. El odio de ese grupúsculo lo ha demostrado de fantoches que cebaron
su odio impotente contra la piedra donde otros concibieron el necesario y justo
homenaje.
Me limitaré a reiterar algunos pasajes sobre este hombre
al cual admiro por su condición de revolucionario, humanista y periodista, más
allá de su muerte porque ni siquiera han podido matarlo quienes hoy se
enfrentan a monumentos cuando no pueden derrotar la verdad de la vida y el
ejemplo de estos hombres eternos como el Comandante Ernesto Guevara de la
Serna, el Che, y otro grande de esa tierra: el periodista Jorge Ricardo
Masetti, quien entrevistó en la Sierra Maestra al líder histórico de la
Revolución cubana, el Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz y escribió ese
histórico reportaje testimonio: Los que
luchan y los que lloran: el Fidel Castro que yo conocí.
Rodolfo Walsh, viajo a Cuba
en 1959, junto con sus colegas y compatriotas Jorge
Masetti, Rogelio García Lupo y el escritor colombiano Gabriel García Márquez fundó la agencia Prensa
Latina. Durante su estancia en la isla interceptó accidentalmente y logró
descifrar, con sólo un manual de criptografía,
las comunicaciones secretas entre la CIA y agentes en Guatemala
sobre los preparativos para la invasión de Playa Girón, operación
que terminó fracasando gracias a la labor de Walsh, quien también se infiltró
en la base estadounidense disfrazado de sacerdote protestante por sugerencia de
Massetti.De regreso a la Argentina trabajó en la revista Panorama y ya durante la dictadura de Onganía, fundó el semanario de la CGT de los Argentinos que dirigió entre 1968 y 1970, y que luego de la detención de Raimundo Ongaro y el allanamiento en 1969 a la CGTA se publicó en forma clandestina.
En esos años publicó sus dos únicas obras de teatro (La granada y La batalla) y sus dos colecciones de cuentos más célebres: Los oficios terrestres (1965, que incluye el cuento "Esa mujer") y Un kilo de oro (1967). En 1969 publica ¿Quién mató a Rosendo?, una investigación sobre el asesinato del dirigente sindical Rosendo García. Walsh concluye que el responsable era Augusto Timoteo Vandor, secretario general de la CGT, y partidario de una política menos combativa y más concesiva con el gobierno militar que gobernaba en aquél entonces. Sin embargo, Walsh se sorprendió al enterarse de su asesinato.9
Luego de esto siguió viviendo en "Lorelei", la casa que alquilaba en el Delta de Tigre, donde escribió la primera versión de Operación masacre y donde residía desde su regreso de Cuba en 1960.
En 1967, conoció a Lilia Ferreyra, quien sería su compañera hasta su desaparición.
Dejé para el final porque considero que resulta impostergable esta carta
de Rodolfo Walsh a su hija. Esto ocurrió en Argentina. Una historia filial, de
lucha desde una posición revolucionaria real y en la cual el ejemplo de padre e
hija, resulta imperecedero.
Reitero en mi blog, la estremecedora carta escrita a su hija, asesinada físicamente por defender las ideas de justicia durante la dictadura que azotó a Argentina.
Carta a
Vicki
Querida
Vicki: La noticia de tu muerte me llegó hoy a las tres de la tarde. Estábamos
en reunión cuando empezaron a transmitir el comunicado. Escuché tu nombre, mal
pronunciado, y tardé un segundo en asimilarlo. Maquinalmente empecé a santiguarme
como cuando era chico. No terminé con ese gesto. El mundo estuvo parado ese
segundo. Después les dije a Mariana y Pablo: “era mi hija”. Suspendí la
reunión.
Estoy
aturdido. Muchas veces lo temía. Pensaba que era excesiva suerte no ser
golpeado, cuando tantos otros son golpeados. Sí, tuve miedo por vos, como vos
por mí, aunque no lo decíamos. Ahora el miedo es aflicción. Sé muy bien por qué
cosas has vivido, combatido. Estoy orgulloso de esas cosas. Me quisiste, te
quise. El día que te mataron cumpliste 26 años. Los últimos fueron muy duros
para vos. Me gustaría verte sonreír una vez más.
No podré
despedirme, vos sabés por qué. Nosotros morimos perseguidos, en la oscuridad.
El verdadero cementerio es la memoria. Ahí te guardo, te acuno, te celebro y
quizás te envidio, querida mía.
Hablé con tu
mamá. Está orgullosa en su dolor, segura de haber entendido tu corta, dura,
maravillosa vida.
Anoche tuve
una pesadilla torrencial, en la que había una columna de fuego, poderosa pero
contenida en sus límites, que brotaba de alguna profundidad.
Hoy en el
tren un hombre me decía: “Sufro mucho. Quisiera acostarme a dormir y
despertarme dentro de un año”. Hablaba por él pero también por mí.
Carta a mis
amigos
Hoy se
cumplen tres meses de la muerte de mi hija, María Victoria, después de un
combate con fuerzas del Ejército. Sé que aquéllos que la conocieron la han
llorado. Otros, que han sido mis amigos o me han conocido de lejos, hubieran
querido hacerme llegar una voz de consuelo. Me dirijo a ellos para agradecerles
pero también para explicarles cómo murió Vicki y por qué murió.
El
comunicado del Ejército que publicaron los diarios no difiere demasiado, en
esta oportunidad, de los hechos. Efectivamente, Vicki era oficial 2° de la
Organización Montoneros, responsable de la prensa sindical, y su nombre de
guerra era Hilda. Efectivamente estaba reunida ese día con cuatro miembros de
la Secretaría Política que combatieron y murieron como ella.
La forma en
que ingresó a Montoneros no la conozco en detalle. A los 22 años, edad de su
posible ingreso, se distinguía por decisiones firmes y claras. Por esa época
comenzó a trabajar en diario La Opinión y en un tiempo muy breve se
convirtió en periodista. El periodismo en sí no le interesaba. Sus compañeros
la eligieron delegada sindical. Como tal debió enfrentar en un conflicto
difícil al director del diario, Jacobo Timerman, a quien despreciaba
profundamente. El conflicto se perdió y cuando Timerman empezó a denunciar como
guerrilleros a sus propios periodistas, ella pidió licencia y no volvió más.
Fue a
militar a una villa miseria. Era su primer contacto con la pobreza extrema en
cuyo nombre combatía. Salió de esa experiencia convertida a un ascetismo que
impresionaba. Su marido, Emiliano Costa, fue detenido a principios de 1975 y no
lo vio más. La hija de ambos nació poco después. El último año de vida de mi
hija fue muy duro. El sentido del deber la llevó a relegar toda satisfacción
individual, a empeñarse mucho más allá de sus fuerzas físicas. Como tantos
muchachos que repentinamente se volvieron adultos, anduvo a los saltos, huyendo
de casa en casa. No se quejaba, sólo su sonrisa se volvía más desvaída. En las
últimas semanas varios de sus compañeros fueron muertos: no pudo detenerse a
llorarlos. La embargaba una terrible urgencia por crear medios de comunicación
en el frente sindical, que era su responsabilidad.
Nos veíamos
una vez por semana, cada quince días. Eran entrevistas cortas, caminando por la
calle, quizá diez minutos en el banco de una plaza. Hacíamos planes para vivir
juntos, para tener una casa donde hablar, recordar, estar juntos en silencio.
Presentíamos, sin embargo, que eso no iba a ocurrir, que uno de esos fugaces
encuentros iba a ser el último, y nos despedíamos simulando valor,
consolándonos de la anticipada partida.
Mi hija no
estaba dispuesta a entregarse con vida. Era una decisión madurada, razonada.
Conocía, por infinidad de testimonios, el trato que dispensan los militares y
marinos a quienes tienen la desgracia de caer prisioneros: el despellejamiento
en vida, la mutilación de miembros, la tortura sin límite en el tiempo ni en el
método, que procura al mismo tiempo la degradación moral, la delación. Sabía
perfectamente que en una guerra de esas características, el pecado no era no
hablar, sino caer. Llevaba siempre encima una pastilla de cianuro, la misma con
que se mató nuestro amigo Paco Urondo, con la que tantos otros han obtenido una
última victoria sobre la barbarie.
El 28 de
setiembre, cuando entró en la casa de la calle Corro, cumplía 26 años. Llevaba
en brazos a su hija porque a último momento no encontró con quién dejarla. Se
acostó con ella, en camisón. Usaba unos absurdos camisones blancos que siempre
le quedaban grandes.
A las siete
del 29 la despertaron los altavoces del Ejército, los primeros tiros. Siguiendo
el plan de defensa acordado, subió a la terraza con el secretario político,
Molina, mientras Coronel, Salame y Beltrán respondían al fuego desde la planta
baja. He visto la escena con sus ojos: la terraza sobre las casas bajas, el
cielo amanecido, y el cerco. El cerco de 150 hombres, los FAP emplazados, el
tanque. Me ha llegado el testimonio de uno de esos hombres, un conscripto.
"El
combate duró más de una hora y media. Un hombre y una muchacha tiraban desde
arriba. Nos llamó la atención la muchacha porque cada vez que tiraba una ráfaga
y nosotros nos zambullíamos, ella se reía."
He tratado
de entender esa risa. La metralleta era una Halcón y mi hija nunca había tirado
con ella, aunque conociera su manejo por las clases de instrucción.
Las cosas
nuevas, sorprendentes, siempre la hicieron reír. Sin duda era nuevo y
sorprendente para ella que ante una simple pulsación del dedo brotara una
ráfaga y que ante esa ráfaga 150 hombres se zambulleran sobre los adoquines,
empezando por el coronel Roualdes, jefe del operativo.
A los
camiones y el tanque se sumó un helicóptero que giraba alrededor de la terraza,
contenido por el fuego.
"De
pronto, dice el soldado, hubo un silencio. La muchacha dejó la metralleta, se
asomó de pie sobre el parapeto y abrió los brazos. Dejamos de tirar sin que
nadie lo ordenara y pudimos verla bien. Era flaquita, tenía el pelo corto y
estaba en camisón. Empezó a hablarnos en voz alta pero muy tranquila. No
recuerdo todo lo que dijo. 'Ustedes no nos matan' dijo el hombre 'nosotros
elegimos morir'. Entonces se llevaron una pistola a la sien y se mataron
enfrente de todos nosotros."
Abajo ya no
había resistencia. El coronel abrió la puerta y tiró dos granadas. Después
entraron los oficiales. Encontraron a una nena de algo más de un año, sentadita
en una cama, y cinco cadáveres.
En el tiempo
transcurrido he reflexionado sobre esa muerte. Me he preguntado si mi hija, si
todos los que mueren como ella, tenían otro camino. La respuesta brota de lo
más profundo de mi corazón y quiero que mis amigos la conozcan. Vicki pudo
elegir otros caminos que eran distintos sin ser deshonrosos, pero el que eligió
era el más justo, el más generoso, el más razonado. Su lúcida muerte es una
síntesis de su corta, hermosa vida. No vivió para ella: vivió para otros, y
esos otros son millones. Su muerte sí, su muerte fue gloriosamente suya, y en
ese orgullo me afirmo y soy yo quien renace de ella.
Esto es lo
que quería decir a mis amigos y lo que desearía de ellos es que lo
transmitieran a otros por los medios que su bondad les dicte.
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