jueves, 9 de abril de 2015

Des-andando






Afuera la noche es profunda y densa.
No puede saberse con exactitud donde termina el agua y comienza el aire;
ni siquiera advertirse el frágil y delgado límite entre lo tangible y lo etéreo
(El sueño del pez. RSM)

A la memoria de mi amigo Vicente Bonachea, 
quien mostró desde joven la impronta del mundo 
mágico de las imágenes.



“La Habana está llena de oportunidades”, así le escuché decir a joven que hacia referencia a la revista on-line highvistapromotions, y me recordé, cuando apenas salía de la adolescencia, una antigua publicación impresa en la cual se hacía referencia a oportunidades de compras y ventas, negocios de todo tipo que no alcanzaban para llenar los escaparates de las tiendas habaneras en los principios de la década de los ochenta.
Pero, a veces, también las circunstancias apremian tanto como las oportunidades y el “digo de Diego” no se queda en una frase, sino en algo que va mucho más allá de las redes sociales, hasta el punto de recordar (cuando se está conectado a la Internet) “seguir o no seguir” un asunto shakesperiano que terminaría con un clik: “me gusta” y, entonces podemos des-andar por lugares a los cuales no estamos habituados.
Lo curioso es que hoy, una colega, me invitó a sumergirme en ese espacio que también es una referencia. Lo curioso es que esta joven nativa, como les llaman a los que nacieron en la época de los viajes ciberespaciales, aceptó el reto de conocer el mundo del diseño y la imagen. Justo, también me hizo recordar, mis primeros bocetos sobre papel, pero sobre todo porque reconozco su capacidad para valorar lo que se escribe en códigos de imágenes sin millones de palabras y me resultó sugerente como para compartirlo con los ciberargonautas de mi blog.




EL SUEÑO DEL PEZ
(minirelato fantástico)

Raúl San Miguel

Óleo de Vicente Bonachea

Afuera la noche es profunda y densa. No puede saberse con exactitud donde termina el agua y comienza el aire; ni siquiera advertirse el frágil y delgado límite entre lo tangible y lo etéreo sino fuera por el susurro que, bajo el bote, denuncia el parloteo silencioso de los habitantes subacuáticos al saber que el hombre de la chalupa ha regresado. Primero se escuchaba el desacoplado corazón del antiguo motor de dos caballos de fuerza que lo traía, cada atardecer, hasta el lugar donde esperaba la media vuelta redonda del Sol. Pero, en ese momento, según sus cálculos, el astro rey estaba exactamente sobre China. Esperó que el pescador lanzara la diminuta áncora y que el cabo se tensara lo suficiente para fijar el bote como si fuese un papalote sostenido por las rocas en el fondo. Él encendió su pipa y humedeció sus labios con una mezcla de ron y café. Luego ensartó un pedazo de la carnada y dejó caer el cordel entre sus dedos exageradamente ásperos y redondos. Ella, tenía un aspecto diferente al de sus congéneres. Más bien parecía un perro de mediano tamaño. Se arrastró, apoyada en sus aletas-patas, hasta colocarse justo debajo de la chalupa. Por supuesto, el hombre sabía, había escuchado de su existencia, pero no conocía al Pez. Los pescadores no conocen a sus víctimas, solo las imaginan (antes de matarlas), de acuerdo con la astucia mostrada por las bestias submarinas, durante los duelos para arrancar el alimento “ofrecido” a cambio de servirlas sobre la mesa. Sin embargo, los peces si conocen a sus victimarios. Muchas veces los convierten en sus víctimas y los esperan. Incluso, tienen la ventaja de poderlos mirar y escuchar, cuando los hombres preparan la estrategia de captura. Por supuesto, si el desafío es a la antigua: hombre-anzuelo-pez, el resultado puede ser: pez-cado o al revés: pez-anzuelo-hombre. En otras, la consecuencia puede ser fatal.  No es el caso del pescador y el Pez que le observa bajo el bote.
Cuando el pescador lanzó el cordel, armado de carnada y anzuelo, el último pez había cenado. El resto permanecía en el refugio de los abanicos de mar, entre los corales y los arrecifes, envueltos por el letargo de la nocturna modorra porque también estos animales duermen, cazan y sueñan que podrían tirar un cordel hacia tierra firme y atrapar a cualquiera de los seres humanos que se acercaban a la orilla con el mismo propósito. Así que el pescador permaneció absorto en el parpadeo de las olas. En realidad no le interesaba capturar  a ninguno de los peces que sabía le miraban desde el agua. Por un momento, sintió el deseo de correr sobre la arena, como lo hacía cuando era chico y soñaba que podía convertirse en un pez y encontrar la sirena hermosa descubierta en el libro regalado por el abuelo y convertida en su obsesión después que la vio en un sueño: caminaba como suelen hacerlo las musas, despacio para no ser vistas. Sonreía y comprendió que solo tendría una oportunidad de poseerla.
El Pez se acercó despacio al borde de la chalupa con los ojos relumbrantes como esmeraldas. Extendió sus manos y descubrió, a la luz de la luna, que había logrado capturar al hombre. Él sintió cómo su cuerpo se llenó de escamas de plata y poco a poco fue tomando la forma de un Pez.



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