lunes, 18 de octubre de 2010

Mientras cibernizo

Día de la Cultura cubana

Raúl San Miguel



Hoy vuelvo a recorrer La Habana, más bien la releo, en cada una de sus calles y avenidas, de memoria, salvo que la ciudad es cada día otra y otra hasta el infinito.



Por ejemplo, me sumerjo en la calle Obispo, en un torrente de personas que fluye hacia el centro de la parte colonial. Mientras camino, observo los rostros que te persiguen como escáneres y saben predecir si eres nacional o visitante, extranjero o aplatanado como llamamos a los turistas repitentes, esos que se conocen los barrios y sus recovecos mejor que los del patio.



La ciudad a veces muestra un rostro triste o se deja estremecer por el viento melancólica, depende de qué lado le de el sol ese día o esa tarde; en las mañanas siempre es alegre y bulliciosa, casi inocente. Es la ciudad sin el maquillaje de la noche que deja a media luz, los parques y el centro entre los cuales se mueven las sombras que huelen a cigarro y sexo, seres nocturnos.



En las noches la ciudad de La Habana es tibia como el vientre de una mujer seducida. Pero no es peligrosa. Se advierte en su respiración contenida de esta capital de obreros que alimentan un enjambre de esperanzas y de sueños. Incluso, los escaparates de las tiendas que venden sus mercancía en divisas, como le decimos a la moneda convertible de uso territorial, se esconden tras un diafragma metálico, aunque poco exhiben cuando abren sus puertas. Ni siquiera la tentación de un puerto seguro, un mercado seguro y próximo hace que los vecinos de los altos (los que viven a 90 millas de distancia) puedan establecer un intercambio libre el otro lado del gran río azul que conforma el Estrecho de la Florida. Una amistad sin condiciones y con solo tres colores: blanco, azul y rojo, ¡Ah!, sobre el cenit una sola estrella.



He crecido en esta ciudad que se parece morir y nacer. que vuelve y va como las olas, en el tiempo. Pero es una ciudad fuerte, sólida en sus costumbres, orgullosa en su nacionalidad, una urbe a prueba de bombas de tiempo y de olvidos, de tradiciones. Lo sé. Solo basta mirarse por dentro, en cualquier latitud del planeta para sentir que aún corre, bajo nuestra piel, dentro de las venas, el amor por la ciudad; esa que hemos visto reír y llorar, la misma que hace moverse los dedos sobre el teclado del ordenador como si fuera la última vez, del último segundo del último milenio.



Tenemos motivos para creer que estamos locos de blokade (bloqueo) o por el remate de la Helms-Burton que nos obliga a mirar del otro lado del mundo para ver hasta dónde llega la línea que divide el horizonte entre el Norte y el Sur.



De lo contrario seríamos cuerdos y estaríamos, divinamente, sin reírnos de nuestros problemas o pronosticar el paso de los ciclones, o de sus gentes o del destino, de la ciudad y de sus dioses, negros y blancos, católicos, apostólicos y yorubas. Todos mezclados en las risas y en los llantos.



Lo sé, porque siento la voz de La Habana que me susurra cuando navego por sus calles despellejadas por el sol y la lluvia, entre el recuerdo de sus edificios donde ahora crecen parques nuevos, espacios de luz, aire y sol. Lo sé porque llegan miles de recuerdos en el surfeo de mi nostalgia, mientras cibernizo.



Y, mientras cibernizo, descubro la imagen recurrente de mi amada, la de la foto de arriba, no la ciudad que está delante, bajo mis piernas y no el apéndice que muestras detrás. Ese es el verdadero motivo para amar a dos habaneras y una sola Cultura que es el ajiaco contundente de todas las razas. Mulata como La Habana.

No hay comentarios:

Publicar un comentario