lunes, 4 de abril de 2011

Viaje al centro de otro universo




(muy cerca del ombligo del mundo)

Raúl San Miguel

Ilustración (Oleo) Marius Serra Flores

“Después de su sangre, lo mejor que el hombre puede dar es una lágrima”. Alphonse de Lamartine

A Pablo Neruda, a mi amigo de siempre.

En algún lugar del mundo el otoño comienza a ganar espacio. Así comienza el parte meteorológico y alguien anuncia que se “avizora tierra firme”. Y, en mi caso, me esfuerzo por terminar este relato:





El sueño del pez

Afuera la noche es profunda y densa. No pudiera saberse con exactitud donde terminaba el agua y comienza el aire. Solo podía advertirse el frágil y delgado límite en el susurro del agua bajo el bote que ocultaba el parloteo silencioso de los habitantes subacuáticos. El hombre de la chalupa había regresado. Primero se escuchaba el desacoplado corazón del antiguo motor de dos caballos de fuerza que le empujaba cada atardecer hasta el lugar donde esperaba la primera vuelta redonda del sol. Pero ahora el sol estaba exactamente debajo del bote y el hombre lanzaba la diminuta áncora y esperaba que el cabo se tensara para fijar la gabarra como si fuese un papalote sostenido por las rocas en el fondo. Encendía su pipa y humedecía sus labios con una mezcla de ron barato y café mezclado. Luego ensartaba un pedazo de carnada y dejaba rodar el cordel que colgaba de sus dedos exageradamente ásperos y redondos. Entonces llegaba el pez. Tenía un aspecto diferente al de sus congéneres. Más bien parecía un pequeño perro que se arrastraba hasta colocarse justo debajo de la chalupa. Por supuesto, el hombre no conocía al pez. Pero aquel pez, sí conocía al hombre de la barca. Era la ventaja. Los pescadores no conocen a sus víctimas, solo la imaginan de acuerdo con la astucia mostrada por las bestias submarinas durante los duelos que le permitan llevarlos como alimentos sobre la mesa o viceversa (el fondo del océano). Sin embargo, los peces si conocen a sus victimarios. Muchas veces incluso, los convierten en sus víctimas incluso cuando regresan con el morral vacío y la esperanza de capturarlos con nuevas artes y ardides. A veces, no es la excepción, ocurre que ambos llegan a conocerse y cuando uno de los dos se captura pierde el apetito. Solo miran al vencido con cierta y curiosa atención, nada más. Pero, en el caso de los peces, los mismos pescadores aseguran que tienen la ventaja de poderlos mirar y escuchar, mientras preparan la estrategia de conquista. Por supuesto, cuando el desafío es a la antigua: hombre-anzuelo-pez, el resultado puede ser: pez-cado-hombre o al revés. Otras, veces, como es el caso del pez bajo el bote, estos animales duermen y sueñan.

Aquella noche el hombre recitó un poema con la voz melancólica, rajada:

"Entre las sombras de la luz, intensa, apareces, no tienes alas, no puedes tenerlas, eres real, como la brisa invernal de esta tarde, que intenta desnudar mis pensamientos, como si fuera preciso, urgente, lanzar estos versos al viento para que los lleve, donde estás"

Y el pez, estremecido, cantó:

“Te han crecido alas, quizá las más hermosas alas, y te he visto cruzar el cielo nocturno/ de la ciudad, he sentido la respiración nerviosa de los insectos, ciegos, el susurro del viento entre los naranjos, el golpe de las olas en la roca, el roce misterioso del tiempo, sobre los huesos de los muertos, de los que reposan, sin reposo, fuera de sus tumbas/…”

El hombre-pescador hizo silencio.

El pez-pescador continuó sus versos:

“Cruzas despacio, siento tu olor, tu olor perpetuo, después tus manos y tu cuerpo/ cruzas sobre mi cielo apagado en el silencio, presiento que llegas, desnudo, desnudo, despacio, en silencio…”


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