viernes, 12 de septiembre de 2014

La montaña mágica*







“Miró quedamente la superficie y permaneció meditativo. No era lo que se imaginaba, tampoco podía comprender cómo había llegado. Tal vez fuera un sueño o quizás no. Estaba allí, sostenido sobre sus piernas en medio de la oscuridad celeste en la cual se percibía, en todo su esplendor, la circunferente presencia de la tierra llena.” RSM



Tumbado panza arriba el cielo tiene un aspecto profundamente cristalino. Pienso que puedo caer entre las nubes y con esa velocidad perderme en el infinito; mientras, en derredor, todo un ejército de hormigas se escurre bajo las hierbas. Siento que algunas ya exploran mi cuerpo, pero hacen como si no existiera. Cierro los ojos y espero levitar sobre tan laboriosos insectos. Imagino que tratan de llevarme hacia los túneles donde viven…
Debo pedir disculpas al lector si reservo cualquier detalle para describir, como natural o terrestre, la belleza física del lugar que cambió, definitivamente, mi concepto de vida (al menos lo considerado como una existencia normal), excepto por la necesidad de no evadir la referencia a un pormenor que resulta imprescindible para entender el por qué debo explicar lo escrito líneas arriba.
Considero, entonces, que tan desacostumbrado diafragma de colores podría ser la imagen visible del corazón de la tierra. De otra forma no se podría entender el por qué la naturaleza habría reservado tan inusual presencia de su interior en la corteza de una montaña.
Había viajado en el pleniúltimo sueño y recordaba, perfectamente, la sonrisa cómplice del hombre en la estación que me susurró antes de atravesar la puerta de salida: “Ya no podrás volver atrás”. Se trataba de un individuo cuya estatura no podía definirse con exactitud debido al volumen de su cuerpo enfundado en aquel traje de color oscuro y chaqueta satinada que le hacía parecer un enorme pingüino. Poco después, mientras esperaba el autobús no dejó de mirar su reloj de bolsillo cada 15 minutos.
_ ¿Puede decirme la hora, por favor…? Pregunté decidido a resolver el primer acertijo de mi inusitado éxodo.
_ ¿Cómo puedo decirle qué hora es si no tengo reloj?, respondió con una tranquilidad pasmosa.
Quise replicar, pero me contuve. Si estaba en un sueño, quizás aquel señor podría ser el mismísimo Lewis.Carroll, y estaría perdiendo el tiempo en un intercambio con el Gato de Alicia.
_ ¿Va usted lejos?, interrogó de repente. Fue mi oportunidad para devolverle un golpe como se merecía, pero… ¿Acaso sabía yo a dónde iba?
_ No lo sé…, contesté sin ironía.
_ Tiene usted razón, eso de los viajes resulta muy difícil de explicar porque casi nunca se sabe hacia dónde se va, hasta que no se llega…
_ Es cierto. La inmovilidad y los viajes…, refuté.
_ Es que hay viajes más espléndidos: los que un hombre puede intentar por los corredores de su casa, yéndose del dormitorio al baño, desfilando entre parques y librerías. ¿Para qué tomar en cuenta los medios de transporte? Pienso en los aviones, donde los viajeros caminan sólo de proa a popa: eso no es viajar. El viaje es apenas un movimiento de la imaginación. El viaje es reconocer, reconocerse, es la pérdida de la niñez y la admisión de la madurez. Goethe y Proust, esos hombres de inmensa inmensidad, no viajaron casi nunca. La imago era su navío. Yo también: casi nunca he salido de La Habana. Admito dos razones: a cada salida empeoraban mis bronquios; y además, en el centro de todo viaje a flotado siempre el recuerdo de la muerte de mi padre. Gide ha dicho que toda travesía es un pregusto de la muerte, una anticipación del fin. Yo no viajo: por eso resucito. _ ¿Fue por eso que me preguntó la hora?
_ En realidad creo que es un hábito. Tengo la impresión de que el tiempo se agota…, sino estoy pendiente…  Ahora mismo no sé qué hora es, a dónde voy, ni dónde estoy… No pude terminar la frase, el señor pingüino había desaparecido y en su lugar había un nuevo pasajero que no tuvo reparos en preguntarme:
_ ¿Qué hora es?
_ No tengo reloj, respondí, sin recordar la similitud de la respuesta que me dio el hombre pingüino.
_ No se preocupe…, sé cómo son estos viajes. Tal como lo demuestran los sueños, como lo demuestran los ángeles, volar es una de las ansiedades elementales del hombre. La levitación no me ha sido aún deparada y no hay razón alguna para suponer que la conoceré antes de morir. Ciertamente el avión no nos ofrece nada que se parezca al vuelo. El hecho de sentirse encerrado en un ordenado recinto de cristal y de hierro no se asemeja al vuelo de los pájaros ni al vuelo de los ángeles. Los vaticinios terroríficos del personal de a bordo, con su ominosa enumeración de máscaras de oxígeno, de cinturones de seguridad, de puertas laterales de salida y de imposibles acrobacias aéreas no son, ni pueden ser, auspiciosas. Las nubes tapan y escamotean los continentes y los mares. Los trayectos lindan con el tedio. El globo, en cambio, nos depara la convicción del vuelo, la agitación del viento amistoso, la cercanía de los pájaros. Toda palabra presupone una experiencia compartida. Si alguien no ha visto nunca el rojo, es inútil que yo lo compare con la sangrienta luna de San Juan el Teólogo o con la ira; si alguien ignora la peculiar felicidad de un paseo en globo es difícil que yo pueda explicársela. He pronunciado la palabra felicidad; creo que es la más adecuada. ¿Ha venido usted en globo?
No respondí. Aquel hombre recordaba que mi situación era cada vez más complicada y decidí escucharle por el temor de verle desaparecer... Pero el señor continuó como si no le importara que le escuchara:
_ En California, hará unos treinta días, María Kodama y yo fuimos a una modesta oficina perdida en el valle de Napa. Serían las cuatro o las cinco de la mañana; sabíamos que estaban por ocurrir las primeras claridades del alba. Un camión nos llevó a un lugar aún más distante, remolcando la barquilla. Arribamos a un sitio de la llanura que podía ser cualquier otro. Sacaron la barquilla, que era un canasto rectangular de madera y de mimbre y empeñosamente extrajeron el gran globo de una valija, lo desplegaron en la tierra, separaron el género de nylon con ventiladores, y el globo cuya forma era la de una pera invertida como en los grabados de las enciclopedias de nuestra infancia, creció sin prisa hasta alcanzar la altura y el ancho de una casa de varios pisos. No había ni puerta lateral ni escalera; tuvieron que izarme sobre la borda. Éramos cinco pasajeros y el piloto que periódicamente henchía de gas el gran globo cóncavo. De pie, apoyamos las manos en la borda de la barquilla. Clareaba el día; a nuestros pies a una altura angelical o de alto pájaro se abrían los viñedos y los campos.
Le observé tomar aire con cierta melancolía y concluyó:
_ El espacio era abierto, el ocioso viento que nos llevaba como si fuera un lento río, nos acariciaba la frente, la nuca o las mejillas. Todos sentimos, creo, una felicidad casi física. Escribo casi porque no hay felicidad o dolor que sean sólo físicos, siempre intervienen el pasado, las circunstancias, el asombro y otros hechos de la conciencia. El paseo, que duraría una hora y media, era también un viaje por aquel paraíso perdido que constituye el siglo diecinueve. Viajar en el globo imaginado por Montgolfier era también volver a las páginas de Poe, de Julio Verne y de Wells. Se recordará que sus selenitas, que habitan el interior de la luna, viajaban de una a otra galería en globos semejantes al nuestro y desconocían el vértigo.
Salvado este pormenor, recordé el lugar donde estaba y por qué había venido, no cómo había llegado. Había cruzado la avenida tan cerca de mi cuerpo que me resultó conveniente sonreír cuando advertí que también ella lo hacía de una forma cómplice y perturbadora. Los pocos segundos de aquel encuentro bastaron para que, literalmente, me atrapara. Miré en torno la extensión mágica de la montaña antes de sentir cómo mi cuerpo se dejó caer de espaldas entre las piedras calientes, resistió sus aristas y sus lomos encendidos, y miró verticalmente el cielo; lejanamente le llegó el zumbido de un motor. 
Había llegado.

Nota: 

Fragmentos de textos de:
Conversaciones con Lezama.
El viaje en Globo, Jorge Luis Borges
La Isla al mediodía, Julio Cortázar. (en su Centenario).
La muerte del tiempo (…). RSM.
Título evocativo de la novela: La montaña mágica, de Thomas Mann.


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