martes, 24 de marzo de 2015

Ciberguerra en una galaxia llamada Internet





Raúl San Miguel




“Para decidir si sigo poniendo
esta sangre en tierra
este corazón que bate su parche
sol y tinieblas
Para continuar caminando al sol
por estos desiertos
para recalcar que estoy vivo
en medio de tantos muertos”
Víctor Heredia




Óleo Oswaldo Guayasamín

DEMETRIO Y EL FAUSTO
(Novela de RSM.  fragmento)          

Sobre la arena del Coliseo yace un gladiador. El acero de la espada, en la mano derecha del victimario, está cubierto por la sangre. De la siniestra del ganador pende la cabeza del vencido. Ahora tiene ambos brazos en alto, en señal de victoria. El público ovaciona enardecido, aún con los pulgares hacia abajo. La tarde comienza a ceder los colores intensos de un día soleado por otros menos brillantes y plomizos. Una inesperada ventisca sacude el cabello enrojecido en la cabeza cercenada del luchador muerto. La jornada ha sido cruenta y el olor de la sangre se extiende en el aire, mientras el público comienza a retirarse apresurado para refugiarse de la lluvia. Los soldados retiran despojos del vencido. Los dioses observan en silencio. Saben que sin estos actos, jamás serían invocados sus nombres en ninguna de las justas. Tampoco se realizarían, en sus nombres, ofrendas suntuosas. Comenzaba la caída de los dioses como había sido prevista en la última batalla que participaron y hermosamente descrita por Homero, pero ya casi olvidada. La leyenda de Odiseo, podría ser borrada por los combates de los legionarios durante su marcha por las tierras del norte africano. Ahora son otros los dioses quienes decidirían sobre el derecho a la vida y la muerte: mortales proclamados todopoderosos por decretos que manifestaban su irrespeto a quienes antes veneraron y temían. No habría más espacio en las casas de los hombres para ofrecerles tributos a los antiguos héroes que decidieron por sus vidas desde el Olimpo. Les habían convertido en efigies que perdían la lucidez de otras épocas más gloriosas y ahora formaban parte del attrezzo en los jardines de los suntuosos palacios construidos por otros mortales despojados de su identidad y la condición de seres humanos: los esclavos. Casi todos los inquilinos del Olimpo habían sido petrificados. Algunas como Afrodita o Minerva habían sido copiadas de hermosas prostitutas y sensuales concubinas o mujeres cautivas que fueran tomadas en los pueblos arrasados por los legionarios y sus figuras copiadas de manera exquisita en el mármol para adornar en los baños públicos o privados; mientras que las réplicas de ciclópeos guerreros o titanes debían sostener las columnas de los edificios públicos, con sus músculos rocosos, bajo la mirada severa de Zeus. Todos convertidos en servidores de los nuevos dioses mortales. Fuera y dentro de Roma se extendía, como una alfombra de dolor y muerte, el inmenso rebaño de hombres y mujeres conquistados: millones de almas que temían, despreciaban, servían y les amaban. Otros les invocaban en épicos poemas y los músicos construían, con sus estructuras melódicas, la monumentalidad de estos humanos transformados en dioses por las leyendas y seguidos de ejércitos guerreros que atravesaban los parajes más inhóspitos para extender el linaje de los nuevos emperadores, mientras otros hombres habían dejado de mirar al cielo porque descubrieron que la verdadera amenaza no estaba en los etéreos personajes del Olimpo, sino entre sus semejantes de la tierra, entre los que clamaban larga vida al César. Se iniciaba la caída. Morían, cada día, con sus cuerpos mutilados, expuestos al viento y la lluvia sobre los jardines, mientras agonizaban en la memoria de los vencedores. La espada y el puñal de los asesinos imponían el silencio de los conspiradores. Roma moría sin la gloria de otros tiempos. La lujuria por el poder se extendía a la arena del Anfiteatro. El aire de la ciudad olía a sangre y miedo. Júpiter, Marte, Minerva escuchaban y aguardaban en los arcaicos templos de oratoria, los nombres de la egipcia Isis y del taurino persa Mitras, mestizaban la anterior fe, de la misma forma en que los genes de los soldados y oficiales romanos se transmitían a los vientres de los pueblos conquistados por sus legionarios. Desde el Olimpo, los dioses de la guerra escrutaban recelosos al mortal divinizado, convertido en Emperador; pero ninguno podía ofrecer el bálsamo de la vida eterna para dar una respuesta a la angustiosa pregunta sobre la existencia o el último día de la vida humana. Tampoco Demetrio lo necesitaba.

Feb.2010


Nota: Millones de personas en todo el mundo “viven” enajenados en dimensiones completamente ajenas a la realidad. Los nuevos dioses del ciberespacio así lo han dispuesto. Millones de personas mueren en la tierra sin tener conciencia de que son asesinados por esos nuevos dioses. Millones de personas en el planeta formamos parte de los nuevos esclavos de las megatransnacionales de la información.
Millones de personas están pendientes de que un día el Sol traiga la esperanza que necesitan para “Para combinar lo bello y la luz/ sin perder distancia/ (…) Para descubrir que la vida va/ sin pedirnos nada/ y considerar que todo es hermoso/ y no cuesta nada”. Víctor Heredia


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