Raúl
San Miguel
“Para decidir si sigo poniendo
esta sangre en tierra
este corazón que bate su parche
sol y tinieblas
Para continuar caminando al sol
por estos desiertos
para recalcar que estoy vivo
en medio de tantos muertos”
esta sangre en tierra
este corazón que bate su parche
sol y tinieblas
Para continuar caminando al sol
por estos desiertos
para recalcar que estoy vivo
en medio de tantos muertos”
Víctor Heredia
Óleo Oswaldo Guayasamín
DEMETRIO
Y EL FAUSTO
(Novela de RSM.
fragmento)
Sobre
la arena del Coliseo yace un gladiador. El acero de la espada, en la mano
derecha del victimario, está cubierto por la sangre. De la siniestra del
ganador pende la cabeza del vencido. Ahora tiene ambos brazos en alto, en señal
de victoria. El público ovaciona enardecido, aún con los pulgares hacia abajo.
La tarde comienza a ceder los colores intensos de un día soleado por otros
menos brillantes y plomizos. Una inesperada ventisca sacude el cabello
enrojecido en la cabeza cercenada del luchador muerto. La jornada ha sido
cruenta y el olor de la sangre se extiende en el aire, mientras el público
comienza a retirarse apresurado para refugiarse de la lluvia. Los soldados
retiran despojos del vencido. Los dioses observan en silencio. Saben que sin
estos actos, jamás serían invocados sus nombres en ninguna de las justas.
Tampoco se realizarían, en sus nombres, ofrendas suntuosas. Comenzaba la caída
de los dioses como había sido prevista en la última batalla que participaron y
hermosamente descrita por Homero, pero ya casi olvidada. La leyenda de Odiseo,
podría ser borrada por los combates de los legionarios durante su marcha por
las tierras del norte africano. Ahora son otros los dioses quienes decidirían sobre el derecho a la vida y la muerte:
mortales proclamados todopoderosos por decretos que manifestaban su irrespeto a
quienes antes veneraron y temían. No habría más espacio en las casas de los
hombres para ofrecerles tributos a los antiguos héroes que decidieron por sus
vidas desde el Olimpo. Les habían convertido en efigies que perdían la lucidez
de otras épocas más gloriosas y ahora formaban parte del attrezzo en los jardines de los suntuosos
palacios construidos por otros mortales despojados de su identidad y la
condición de seres humanos: los esclavos. Casi todos los inquilinos del Olimpo
habían sido petrificados. Algunas como Afrodita o Minerva habían sido copiadas
de hermosas prostitutas y sensuales concubinas o mujeres cautivas que fueran
tomadas en los pueblos arrasados por los legionarios y sus figuras copiadas de
manera exquisita en el mármol para adornar en los baños públicos o privados;
mientras que las réplicas de ciclópeos guerreros o titanes debían sostener las
columnas de los edificios públicos, con sus músculos rocosos, bajo la mirada
severa de Zeus. Todos convertidos en servidores de los nuevos dioses mortales.
Fuera y dentro de Roma se extendía, como una alfombra de dolor y muerte, el
inmenso rebaño de hombres y mujeres conquistados: millones de almas que temían,
despreciaban, servían y les amaban. Otros les invocaban en épicos poemas y los
músicos construían, con sus estructuras melódicas, la monumentalidad de estos
humanos transformados en dioses por las leyendas y seguidos de ejércitos
guerreros que atravesaban los parajes más inhóspitos para extender el linaje de
los nuevos emperadores, mientras otros hombres habían dejado de mirar al cielo
porque descubrieron que la verdadera amenaza no estaba en los etéreos
personajes del Olimpo, sino entre sus semejantes de la tierra, entre los que
clamaban larga vida al César. Se iniciaba la caída. Morían, cada día, con sus
cuerpos mutilados, expuestos al viento y la lluvia sobre los jardines, mientras
agonizaban en la memoria de los vencedores. La espada y el puñal de los
asesinos imponían el silencio de los conspiradores. Roma moría sin la gloria de
otros tiempos. La lujuria por el poder se extendía a la arena del Anfiteatro.
El aire de la ciudad olía a sangre y miedo. Júpiter, Marte, Minerva escuchaban
y aguardaban en los arcaicos templos de oratoria, los nombres de la egipcia Isis
y del taurino persa Mitras, mestizaban la anterior fe, de la misma forma en que
los genes de los soldados y oficiales romanos se transmitían a los vientres de
los pueblos conquistados por sus legionarios. Desde el Olimpo, los dioses de la
guerra escrutaban recelosos al mortal divinizado, convertido en Emperador; pero
ninguno podía ofrecer el bálsamo de la vida eterna para dar una respuesta a la
angustiosa pregunta sobre la existencia o el último día de la vida humana.
Tampoco Demetrio lo necesitaba.
Feb.2010
Nota:
Millones de personas en todo el mundo “viven” enajenados en dimensiones
completamente ajenas a la realidad. Los nuevos dioses del ciberespacio así lo
han dispuesto. Millones de personas mueren en la tierra sin tener conciencia de
que son asesinados por esos nuevos dioses. Millones de personas en el planeta
formamos parte de los nuevos esclavos de las megatransnacionales de la
información.
Millones
de personas están pendientes de que un día el Sol traiga la esperanza que
necesitan para “Para combinar lo bello y la luz/ sin perder distancia/ (…) Para
descubrir que la vida va/ sin pedirnos nada/ y considerar que todo es hermoso/ y
no cuesta nada”. Víctor Heredia
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