lunes, 21 de febrero de 2011

Confieso que he vivido




Raúl San Miguel

Tomo prestado el título de un amigo: Pablo Neruda. Lo recuerdo impreso en aquel libro hermoso que leía en mis tiempos de la universidad. Viajé, en sus páginas al Sur, descubrí pasajes de su encuentro entre los mineros que extraían el cobre a las extrañas de la tierra y, sobre todo, me impresionaron aquellas breves líneas en que describía el “erótico asalto” de una mujer que penetró bajo su manta y nunca pudo descubrir su rostro. Este pasaje breve, del encuentro con una mujer, lo encontraría, (después) en la lectura del “Amor en los tiempos del cólera”, pero guardé silencio estremecido por la similitud increíble de ambos encuentros: uno real y otro recreado por el pensamiento inquieto de otro gran escritor. Ahora puedo decirlo.

Hace más de un siglo conversaba con mi hija Laura. Le recordaba una historia de amor de cinco mil años. Reía y miraba, sorprendida, desde las almendras de sus ojos. A Laura le apasiona que le hable de esas increíbles historias de amor que luego describe en sus dibujos y canciones.

Dos siglos antes compartíamos algunas canciones y poemas de Sabines y Zitarrosa, que puse en sus manos dentro de una pequeña cajita de música. Por supuesto, no imaginaba que varios siglos después ya no volvería a escucharlas. Quizá en ese instante, de aquel siglo, comenzaban a morir, para mi siglo, las palabras que escribieron antes otros, las encontramos otros, sin saber (en mi caso) que el umbral del dolor se abría como un camino entre los páramos de la noche. Por supuesto, no lo sabía. Tampoco el porqué de aquel canto que había olvidado, mientras recordaba a Neruda y aquellas, mis primeras letras de un poema, al hombre que duerme otros siglos y despierta en mis horas recurrentes con una extraña luz, como ahora.

A Pablo querido, en su Isla Negra

“Quiero compartir el reposo,
no el reposo intranquilo de tu ausencia,
que no es eterna/
sino de la belleza
que habita en tus versos/
viva como la luz/
clara como la inocencia.
Quiero compartir el reposo,
no el tu voz que ahora escucho,
no el de tus huesos,
que forman parte de mis huesos,
sino del canto que cantas, desde algún lugar/
de esta tierra, del Sur
con tu canto de estrellas,
para dar voz a los que no encuentran/
reposo para calmar el dolor,
eterno,
de la ausencia.
llévame contigo, entonces,a un espacio,
sin quimeras
para dormir tranquilo,
que pasen nuevos cinco siglos,
a tu lado, Pablo,

en la Isla negra."

Hace más de dos siglos que la noche no termina. Se hizo perpetua y densa. Antes, cinco siglos antes, mientras conversaba con Laura me dijo: “¿No sientes frío?” Miré su hermosa bata azul,que flotaba sobre su cuerpo, tan suave como la brisa en la primavera. “Sí”, le dije.

“¿Por qué no te pones la remera roja y blanca?” "Recuerdas, le dije, ¡has dicho remera!" Y no entendí. Aún faltaban siglos para que la noche lloviera, oscura y fría, eterna. Es recurrente mí, Laura, siempre. ¿Cómo podía adivinar que puede nevarnos dentro de nuestros cuerpos cuando la distancia acecha? Antes, muchos siglos antes, había un riachuelo tenue en su mirada. Esta vez, aliento, vida con sol, resuelta. “¡Te hará bien!”, respondió. Cinco siglos después, exactamente, después, sentí el silencio denso del reposo en la Isla negra.

Agradezco a mis amigos. Confieso que he vivido. Entonces, ahora, como un árbol en otoño, comenzaré a desprenderme de algunas quimeras. Las más hermosas: El regalo de hojalata y el espacio de La Esquinapincha. Algún día, cuando pasen muchos más siglos, más que los que estas largas horas encierran, quizá en otros versos, se descubra una tumba de cinco mil años y no habrá que temer a la distancia, ni a las palabras de amor que nunca estuvieron muertas.

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